El cruce de ferrocarril (1)

Era la última entrega antes del largo puente de Pascua; un día de primavera que sugería la necesidad de ir despacio, y Jordi quería sumergirse en la naturaleza. En ese día soleado no quería colarse en un túnel y en lugar de tomar la autopista, decidió recorrer la antigua carretera que subía a lo largo de la montaña, al lado del bosque, a pesar de que el recorrido era más largo.

Cuando llegó al cruce del ferrocarril se sorprendió porque no había coches esperando y pensó que habrían cerrado las barras hacía poco; sabía que la espera sería larga, pensó bajarse de la camioneta e irse a la vieja cafetería para conseguir un chocolate.

Cuando entró, en seguida reconoció el olor casi mágico de cuando era niño: un olor a casa antigua, paredes altas, suelos húmedos, cruasanes recién horneados, fermentación y vino malo, que, por un momento, lo aturdió. Nada había cambiado. Tocó la campana esperando al mayor que le había enseñado jugar los dardos, si, los mismos dardos que todavía veía en la pared detrás de la caja. Quién sabe cuántos años tenía, había pasado un tiempo desde la última vez que lo vieron allí. Por fin se abrió la puerta que daba a la parte trasera del local, prácticamente un acceso privado al bosque, y entró una criatura angelical. Se quedó con la boca abierta. Una cascada de pelo rubio ondulado y dos ojos azules en los que parecía permanecer un pedacito de cielo. Le saludó y comenzó el hechizo. La voz angelical le preguntó lo que quería y Jordi tartamudeó que quería chocolate, el habitual del lugar. «Por supuesto, voy a prepararlo para ti ahora mismo» dijo el ángel rubio y Jordi se sintió perdido.

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Elettra Moscatelli