
Para la abuela la prensa era importante. Tres veces por semana leía los periódicos. ¡Tráeme el diario!, exclamaba al primero que se asomaba a la cocina. No leía otra cosa. Y a diferencia de nosotros que los elegíamos siguiendo tendencias adversarias, cuando ella decía ¡tráeme el diario! se pasaba de toda ideología.
Así, terminadas las tareas de casa, la abuela se sentaba en la sala, sus cortas piernas colgando de la silla, y desplegaba el periódico sobre la mesa en ancho y en largo, cuidadosamente, como si fuese un corte de seda fina o el mantel de lino de las fiestas. Si en ese instante se hubiese desplomado el mundo, creo que la abuela no se hubiese dado cuenta. Porque ella, el diario, lo leía de arriba a abajo, desde los grandes titulares hasta los caracteres tipográficos más pequeños. Las gafas puestas, el cuerpecito encorvado, la abuela se aplicaba con el mismo esmero en las distintas y, según la inclinación del repartidor del día, contradictorias secciones, desde la política a la económica, pasando por los clasificados, televisión y avisos fúnebres.
A rito consumado, el periódico venía doblado y depositado en la pila de papel viejo que guardaba en el armario de la limpieza. Hojas embadurnadas de tinta que luego renacerían en sus manos cumpliendo nuevos y útiles servicios: empaquetar los huevos de las ponedoras del gallinero del fondo, envolver todo tipo de basura, hacer de felpudo en los días de lluvia, limpiar los vidrios, dar forma a los zapatos o protegerlos de la humedad.
Tres veces por semana la abuela hacía su reclamo. Ni un día más ni uno menos. Un modo, quizás, para mantener el equilibrio de su pila de diarios. Porque para ella la prensa era importante, necesaria, más bien imprescindible.
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Adriana Langtry
