
Sus padres fueron campesinos cruelmente asesinados por la violencia de la guerra partidista de los años cincuenta. Los cuerpos despedazados a machete, no pudieron ser enterrados y, diseminados por el tiempo, se fueron fundiendo con la negra tierra de la montaña y los verdes de su selva.
Elsa Rodríguez era su nombre, inolvidable para todos…
Muy lejos y por caminos de herradura mi padre tuvo que viajar a por ella para traerla a casa, como la nueva muchacha de servicio, que con los años se convirtió en parte de nuestra familia.
Barnizado su cuerpo de bronce por el sol montuno, así la conocimos siete hermanos hombres más mi papá ya adulto y viudo, un total de ocho.
Nos quedamos con ella y también ella con nosotros. Los días fueron pasando y el encanto compartido se fue mimetizando… Indolentes, la solicitábamos a todas horas y al mismo tiempo, transformábamos el aire dulce de su nombre en babilónico alboroto.
No volví a pedirle nada convirtiéndonos en cómplices de pilatunas compartidas.
Un día la casa quedó totalmente sola, con nosotros dos adentro… Ella era muy joven y yo muy niño.
Oí su llamado repetidas veces. Corrí a buscarla y ahí estaba Elsa sentada a horcajadas en el piso de su alcoba, con la falda arremangada sin que la cubriera nada. Me pidió que me acercara…
—Niño venga mire. —me dijo con dulzura… Entre sus piernas aparecía el más hermoso bosque negro que con cada mano e infinita delicadeza apartaba para que yo viera lo espectacular de ese momento por ella descubierto para mi fuera… una fuerza invisible, desconocida y poderosa me atrapó… paralizado caí de rodillas con mis ojos sorprendidos muy cerca de lo que Elsa abría y me mostraba del abundante oscuro y suave, entre el asombro, el estupor y la fascinación nuestra, surgió respirando la más hermosa flor de pétalos rosados
Olmo Guillermo Liévano
