Que la poesía y la pintura sean artes hermanas es resabido. Lo decían ya Platón y Horacio y los ejemplos de poetas-pintores y pintores-poetas abundan en la historia del arte: desde William Blake a Rafael Alberti, desde Goethe a Lorca, pasando por Victor Hugo (quien ya usaba la técnica del papier collé), por Cocteau y Pasolini, sólo por citar algunos, o por el gran Miguel Angel que cuentan que componía sonetos mientras pintaba nada más y nada menos que la Sixtina.
Pero qué decir cuando la poesía se relaciona con un arte considerada “menor” como el collage, técnica vista aún hoy con cierta desconfianza. ¿Acaso no se trata de recortar figuritas, lacerar papeles y combinar formas y colores sin pié ni cabeza? Algo así como un juego de niños, un pasatiempo escolástico donde se termina siempre con los dedos pegoteados.
Y sin embargo el collage, que nace oficialmente en 1912 fecha en la cual aparecen los primeros insertos de papel en los cuadros cubistas de Braque y de Picasso, ha sido y es la pasión de poetas y poetisas que se han dedicado con asiduidad obsesiva a esta técnica.
¿Por qué propio el collage? Bueno, vamos a averiguarlo.

Para Jacques Prévert (1900-1977) es sencillo: “quien no sabe dibujar puede crear imágenes con las tijeras y la cola.” En 1940 el poeta francés inicia la serie de “collages poétiques” que lo tendrá ocupado hasta el final de sus días. En su estudio atiborrado de imágenes recortadas, fotos, hojas sueltas de libros y periódicos, tijeras y frascos de cola, el artista elegía meticulosamente los fragmentos, los trabajaba con colores y raspaduras, y luego los ponía en escena, buscando combinaciones y yuxtaposiciones hasta crear una realidad alterada portadora de nuevas significaciones. Un trabajo complejo ante el cual el amigo Picasso decía: “Tú no sabes dibujar, tú no sabes pintar, pero eres pintor.”
No sé si el premio Nobel Wislawa Szymborska (1923-2012) sabía o no dibujar, lo cierto es que el collage, junto al coleccionismo de miniaturas, era su pasa tiempo preferido. La poetisa polaca comparte con Prévert esa mirada surreal e irónica de la vida, y parece ser que una vez terminadoelcuadro lo daba en beneficencia o lo regalaba a sus amigos. Lo mismo hacía el danés Hans Christian Andersen (1805-1875) quien, en cambio, sabía dibujar muy bien. Andersen creaba complicadas siluetas de papel que regalaba a los hijos de sus conocidos. Adoraba crear personajes extraños, llenos de misterio y de simbologías. ¡Todo un reto para la fantasía! En el invierno de 1873, enfermo y obligado a permanecer en casa, se dedica a la creación de ocho collages en los que rememoraetapas de su vida. En ellos se entrecruzan personajes, monumentos, lugares, en fin, toda una serie de figuras recortadas, superpuestas y pegadas sobre grandes paneles.
Es que, justamente, una condición intrínseca de esta técnica es la combinación casual de imágenes y frases en un contexto extraño, que se vuelve disparador de nuevos significados. A ello se dedicaron las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo XX experimentando lenguajes expresivos innovadores con los que romper con las convenciones sociales y los rigores del pensamiento racional.
En esta corriente se coloca la obras refinada del poeta y pintor surrealista chileno Ludwig Zeller (1927) para quien el collage es simplemente poesía por su manera de ubicar imágenes en el papel a la manera de los versos en el poema; o la colección de poemas y collages, “Dons des féminines”, que la poetisa y plástica francesa Valentine Penrose (1898-1978), figura excéntrica, independiente y esotérica, publica en 1951.
“El collage es el arte ideal del escritor”, afirma no sin cierta ironía John Ashbery (1917-2017) que en la segunda posguerra abandona la idea de dedicarse a la pintura, y a los 81 años expone por primera vez sus obras. “Es el arte ideal no porque incorpora palabras sino porque se puede practicar sobre una mesa. Tú extiendes el papel, la cola y las tijeras, pones de costado el ordenador o la máquina de escribir y ya estás listo.» Para Ashbery el collage es pura diversión, “estimula mi escritura y mi energía creativa” y lo aleja del fatídico bloque del escritor. En 1970 Ashbery escribe un artículo sobre la poetisa newyorkina Anne Ryan (1889-1954), artista autodidacta que en su madurez, luego de haber visto un cuadro de Kurt Schwitters, decide dedicarse a esta técnica en la que descubre un equivalente visual de sus sonetos: “imágenes aisladas, unidas en un espacio extremamente reducido.”
¿Las imágenes pueden substituir a la palabra? ¿El collage a la poesía? A veces sí, si entendemos por poesía sólo aquella verbal. A tal ruptura llegará Jiří Kolář (1914-2002) poeta y artista checo signatario de Charta 77, quien a lo largo de su vida sufre persecuciones, encarcelamiento y exilio. Las palabras traicionan, sostiene Kolář. Inicia así su exploración en busca de un verso emancipado de la gramática que lo llevará a dedicarse por entero al collage. Sus obras incluirán todo tipo de materiales, desde cabellos a elementos de la vida cotidiana. En una de sus “poesías objetivas” cada uno de los versos aparece formado por una línea de pequeños objetos: un lapicito, una cruz, una piedrita, una perla, una ficha, un barquito de papel y demás. Es una composición que necesita una “lectura” cuidadosa. De ella emana una vibración poética intensa, algo así como la revelación de un misterio que yace detrás del diario trajín.
Poesía visual, poesía del silencio. La crisis del lenguaje es una cuestión abierta a lo largo del Novecientos. ¿Superar las palabras o liberarlas de la homologación mediática? ¿Explorar el pensamiento no verbal o crear nuevas asociaciones lingüísticas?
En la primera corriente, junto a Jiří Kolář encontramos al premio Pulitzer Mark Strand (1934-2014) que en los los últimos años de su vida abandona la poesía para dedicarse, “en modo obsesivo” al collage. Strand fabrica y pinta sus papeles para crear obras abstractas en las que surgen espacios libres de toda gramática. Lo contrario de lo que hace Herta Müller, para quien el encuentro con el collage fue el descubrimiento de un nuevo modo de escribir. Al inicio, cuenta el premio Nobel romeno-alemano, recortaba palabras e imágenes mientras viajaba en tren y componía cartas para los amigos. De ahí en más, las grandes obras y las exposiciones. Para Müller, los recortes restituyen a las palabras un valor que se asemeja al carácter sagrado del silencio. El arte del collagista consiste entonces en hacer hablar a lo no dicho, lo censurado, lo callado u omitido.
Adriana Langtry
