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Cuentos peligrosos
Los amigos de Cervantes les propone dieciseis «Cuentos peligrosos» de varios autoras y autores de esta revista que pueden leer directamente desde el menú a continuación o también pueden descargarlos en eBook (ePub).

- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
- El chico bueno de Jean Claude Fonder
- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
- Los difuntos de Narsa Silva
- La piedra de Silvia Zanetto
- Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes de Raffaella Bolletti
- Noche de tempestad de Maria Victoria Santoyo Abril
- Semana Santa de Iris Menegoz
- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
- Cambio climático de Adriana Langtry
- El libro quisquilloso de Graziella Boffini
- El agujero negro de Adriana Langtry
- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
Con los pies en el suelo

Cuando el coche se interna en el sendero, David sale a recibirlos.
—Fíjate en lo mayor que está David—dice Juan por lo bajo. Parece un viejo.
Julia, que no conoce a David, replica amablemente:
—Bueno, es normal que lo encuentres cambiado. Hace dos años que no os veis.
Juan piensa que David lo ha hecho a propósito. No se trata sólo de haberse resignado al deterioro natural, no, no, es mucho más. Dejó de sentir aquella punzada de euforia que le llevaba siempre a superar un nuevo reto.
Juan aparca el coche y va directo a David para darle un abrazo. Después se gira rápidamente.
—Julia, David—dice haciendo las presentaciones.
—¿Qué tal el viaje? —pregunta David con una sonrisa.
De cerca David tiene mejor aspecto. Camina encorvado, pero mantiene todavía su complexión atlética.
Recorren el sendero que lleva hasta la casa en fila india. Atraviesan el porche trasero y la cocina y llegan a la sala de estar.
Al lado de la ventana hay una pequeña mesa con un ordenador portátil rodeado de un montón de libros y papeles.
—Estoy escribiendo un artículo para la revista Desnivel—necesito un poco de dinero.
David es miembro de la federación internacional de alpinismo y del club de montaña. Suele dar charlas a menudo a los jóvenes que quieren practicar este deporte.
A la hora de la cena la conversación fluye en torno a un artículo sobre el nepalí que ha conseguido alcanzar la cima del K2 invernal sin utilizar oxígeno artificial. Julia sigue atentamente la conversación en silencio. No está muy interesada en el alpinismo, aunque admira a las personas que lo practican. Conoció a Juan en un acto benéfico hace apenas un año. A pesar de la diferencia de edad, la atracción fue inmediata.
—Brutal hazaña. Lo tenía todo en contra. Él y su equipo se pasaron dos meses en sus tiendas de campaña a la altura del campamento dos, esperando a que suavizasen los vendavales. Ha sido uno de los ascensos más duros de la historia—dice David.
Juan revive la sensación de estar en la cima del mundo, donde un cuerpo es una mota de polvo, un átomo en el universo. Ambos conocen bien las cascadas de hielo que rodean las pendientes prácticamente verticales del K2, por donde caen trozos del tamaño de un automóvil.
David come con buen apetito. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está en la pared. Una foto de tres jóvenes escalando una montaña que se alza reluciente desde una base de glaciares. Luego mira a Juan, quien también observa la foto, y éste desvía la vista. Se limpia la boca con la servilleta y sigue comiendo.
—Qué, ¿me encuentras cambiado? – pregunta.
Juan no sabe cómo responder. No quiere herir los sentimientos de su anfitrión. Posa sus ojos en el rostro de David surcado por un laberinto de arrugas. Tiene cuarenta y nueve años, una edad que aún lo posiciona en la plenitud para ser un gran escalador, pero ya no entrena.
—¿No te atreves a decir nada? ¿Por qué me miras así? —insiste David—. ¿Por qué? —repite, y deja el tenedor sobre la mesa.
—Podríamos sentarnos en el porche después de la cena—comentó Julia—. La noche está estrellada y eso es algo que no podemos contemplar en la ciudad.
Empieza a oscurecer. Desde la ventana de la sala de estar la única luz que se ve a lo lejos es la de una luna menguante.
—¿Cómo se supone que te estoy mirando? —replica Juan, y menea la cabeza.
Julia deja de comer y los observa.
—¿Qué sucede? —pregunta.
David sigue comiendo. Luego tira la servilleta sobre el plato.
—Maldita sea. ¿Por qué no podemos olvidarlo? ¡Dime lo que hice mal, te escucho! Estábamos a ocho mil metros de altura. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes?
—Ya sabes lo que pienso de aquello, David. No debimos habernos arriesgado tanto. Debimos solicitar ayuda por radio.
David continúa hablando ajeno a las palabras de Juan.
—¿Qué pretendes insinuar? Hemos arriesgado nuestras vidas demasiadas veces, el afán de superación ha sido siempre más fuerte que el miedo. La montaña te envuelve en sus fauces, cada escalada es como sortear a la muerte. Estamos vivos, ¿Qué más quieres?
Julia arquea las cejas y apura un trago de vino.
—Mejor deja esa palabrería para tus artículos. Tenía tres hijos y una mujer que le amaba, no merecía acabar así.
—No me vengas con rollos moralistas. ¿Crees que hubieras actuado de otra manera? ¿Y qué hubieras hecho tú? David miró a Juan y luego añadió, como una última reflexión—. Eres un estúpido.
Juan repasa mentalmente las últimas horas de aquel ascenso. La pared por la que escalaban empezó a ser azotada por fuertes vientos y continuas avalanchas que les golpearon en varias ocasiones. Óscar y David avanzaban más deprisa. Ayudado por una cuerda y un piolet, todo el material que le quedaba, Juan logró ascender por una arista y cavar un agujero en la nieve, donde decidió esperar a que amainara el tiempo. Pensaba que sus compañeros harían lo mismo. Intentar el descenso en esas condiciones meteorológicas sería un suicidio. Habría que avisar por radio al equipo de rescate. Luego sólo vio la sombra de algo que se precipitaba al vacío.
—Y tú eres un desgraciado hijo de perra —le espetó Juan—. Nada más que un viejo y amargado hijo de perra.
Los ojos de David se llenan de lágrimas. Acierta a decir algunas frases en voz baja.
—Me pidió que lo asegurara. Unos segundos después, cuando acababa de colocar un seguro, a Óscar se le fue la nieve bajo los pies y cayó todo lo que permitía el largo de cuerda arrastrándome con él. El seguro se quedó en la roca justo antes de que pudiera pasar la cuerda por el mosquetón. En ese momento vi claro que caeríamos los dos por la ladera de la montaña sin poder hacer nada por evitarlo. Tuve que cortar la maldita cuerda. Tuve que hacerlo.
Julia alza la vista bruscamente sin comprender y posa la mirada en la foto. Ahí estaban los tres, ante la legendaria montaña. Después clava sus ojos en los de Juan.
—¿Que hizo qué? Juan, dime que no estás hablando en serio. ¿De qué está hablando? ¡Su arnés se rompió! ¡Eso me contaste!
David se pone en pie y se acerca a la ventana. Tiene los ojos enrojecidos. Relata ese instante en el que todo se detuvo. La cuerda se clavó en una pequeña arista de nieve y él y Óscar se quedaron cada uno colgando a un lado de ella como en un péndulo. Llamó a gritos a Óscar, pero no respondía. Se había golpeado contra la roca. La cuerda que los sujetaba no iba a resistir mucho tiempo.
—Estaba ya muerto —recuerda David—Y lo siento como el que más. Pero estaba muerto. Las muertes en la montaña son como fichas de dominó: una sigue a la otra a menos que pongas remedio. Ya no podía hacer nada por su vida.
Un escalofrío recorre la espalda de Juan. Las manos le tiemblan. Cierra los ojos y revive el estímulo del hielo, de la roca, la necesidad incontrolable de flotar, de sentir el viento y el silencio, de descender a los instintos más primarios. Se imagina a su amigo suspendido en el aire, malherido, respirando todavía antes de precipitarse al vacío. Su rostro se contrae en una mueca de horror. La inercia imprime velocidad a su brazo y arroja su plato al suelo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que estaba muerto? —dice Juan. —Nunca lo sabremos. ¿Lo entiendes, David? ¡nunca!
Afuera la oscuridad es completa. Juan aparta la silla de la mesa. Saca los cigarrillos, sale a la parte de atrás con una copa de vino en la mano y se sienta en una silla del jardín. Julia deja su servilleta en la mesa y se levanta murmurando una disculpa para ir a hacerle compañía.
Inma Perez Rocha
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
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- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
Charco rojo

Sara ese golpe no podía esperárselo. Canturreaba, mientras iba pedaleando en su bicicleta y disfrutaba del azul intenso que se insinuaba entre las ramas florecidas de los cerezos: una blanquecina explosión de primavera alcanzada.
Sara no oyó el ruido del coche, ni el frenazo inútil que no logró impedir el accidente. La bicicleta se estrelló contra uno de los cerezos blancos a la derecha del camino y, en cambio, ella voló hacia el lado izquierdo, dejando su cuerpo inmovilizado en un charco rojo que se ampliaba cada vez más.
El conductor del coche había huido y, con toda probabilidad, no llamaría al hospital. Sara se quedó boca arriba, la mirada enramada entre las flores blancas y perdida en el índigo del cielo, recordando.
Tenía trece años cuando su vida se hizo sangre por primera vez. No se esperaba un malestar tan fuerte: su madre le había explicado que no era una enfermedad, sino algo natural, pero esa cita en rojo cada mes la hacía caer en cama.
Sabía que también pagaría con sangre la maravillosa emoción de hacerse una sola carne con su amado. Era de día, en un hotel de montaña: por la ventana se colaba la luz azulada de la nieve sobre las cumbres y el pelo de Pablo parecía todavía más rubio. Eso sí, lo que su madre no le había explicado, era algo natural y solo le costó una gotita de sangre. Su vida se había hecho azul otra vez.
Volvió a hacerse sangre aquella mañana, dos días después del resultado positivo del test de embarazo: mientras desayunaba su té aromatizado con vainilla, sintió un golpe inesperado en su útero y la ropa interior y los pantalones del pijama se llenaron de un flujo de fracaso. Cuando volvió a casa del hospital, todavía había manchas rojas en el suelo de la cocina. Pablo le cubrió los ojos y la llevó a su cama de colcha azul.
Ya ha pasado demasiado tiempo, está claro que el conductor no ha llamado al hospital. Sara no logra levantarse para alcanzar su móvil que está en el bolso, que está en la cesta de la bicicleta, que está a cuatro metros de distancia. Pero dentro de poco Pablo empezará a preocuparse, y saldrá a buscarla, y seguro que la encontrará, porque él conoce muy bien los lugares por los que ella pasea en bicicleta.
Y además, el charco rojo ya ha dejado de ampliarse.
Silvia Zanetto
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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El chico bueno

La máquina de discos brillaba y exponía sin vergüenza su mecanismo lleno de discos de 45 revoluciones en la pequeña sala. Alrededor había mesas y sillas de aluminio, la mayoría ocupadas por grupos de muchachas jóvenes que consumían sabiamente zumos de frutas u otras bebidas no alcohólicas. Siempre había mucha gente, los chicos estaban de pie junto al bar con la camisa ampliamente abierta y las chicas llevaban vestidos ligeros ajustados a la cintura. La falda en general era ancha, la hacían girar cuando bailaban. Porque se bailaba en este pequeño local abierto desde la hora de salida de las escuelas. Los jóvenes tenían apenas dieciséis años.
Ese día, el local estaba casi lleno, el humo era denso, se fumaba mucho y hacía calor. El jukebox no paraba de funcionar, la máquina se comía las monedas, las parejas bailaban sin parar, «Twist and Shout» gritaba John Lennon y todos bailaban furiosamente.
Una pareja en el centro de la improvisada pista de baile ocupaba todo el espacio; un chico guapo, bronceado, pelo castaño y corto, pantalones anchos, ojos marrones radiantes hacía girar a una hermosa muchacha en un boogie woogie llamativo. Ella llevaba una amplia falda negra que no paraba de revolotear al ritmo de sus zapatos deportivos, una blusa negra, cabellos negros recogidos hacia atrás, un gran mechón hacia delante enmarcaba un rostro pálido con labios rojos y sensuales. Poco a poco, los otros se detuvieron para admirar a estos bailarines acrobáticos y tan brillantes. La canción terminó, les aplaudieron y las chicas lanzaron gritos agudos.
La máquina de discos eligió oportunamente I Can’t Stop Loving You de Ray Charles. Un slow; María rodeó tiernamente con sus brazos el cuello de Carlos, apoyó todo su cuerpo movido por el ritmo, sobre el torso musculoso de su compañero. Le gustaba bailar con él, pero apenas lo conocía. Las clases aún no eran mixtas. Se habían conocido en la fiesta de la escuela, la danza los había reunido y desde entonces los dos se veían algunas veces en la Esquinada, el local que estaba cerca de la escuela.
Carlos no era como los demás, siempre un poco distante, no fumaba, no le interesaba el fútbol, normalmente no bebía, era un buen alumno y por eso no era apreciado por sus compañeros. El baile era algo diferente, su madre le había hecho tomar clases, eso le gustaba y se veía. Le encantaba encontrarse con María en la Esquinada, así podía bailar con una chica de su edad, y ¡qué chica! Ella tenía un cuerpo perfecto, flexible y firme, que también sabía acariciar, como ahora. Carlos tenía miedo de que se acercara a su pelvis. Ella iba a saberlo. A María no le importaba, su cuerpo no obedecía a nada más que a la música, pegado a Carlos se balanceaba lascivamente. Al final del disco, de puntillas, ella besó amablemente a su amigo, le dio las gracias y rápidamente saludó a sus amigas y se fue.
Unas semanas más tarde, Lena una rubia alta que se parecía a Brigitte Bardot por el fular que rodeaba descuidadamente su pelo levantado en un enorme moño entró decidida en la clase de literatura, seguida por un grupo de chicas de las que María también formaba parte. Carlos miró asombrado, cuando Lena se sentó a su lado arremangando su minifalda. Una sonrisa irresistible atravesó el óvalo perfecto de su rostro. Susurró:
—¿Me permites?
Carlos asintió con la cabeza mientras los chicos de la clase lanzaban silbidos. Carlos siempre estaba sentado en primera fila solo, las chicas se instalaron naturalmente junto a él en la parte delantera de la clase.
La profesora anunció que de ahí en adelante las muchachas participarían en la clase de literatura, lo que desencadenó otras reacciones desagradables. Ella pidió silencio, los muchachos se callaron, la conocían, no era tacaña con sanciones despiadadas.
Mientras tanto, Lena había sacado un cuaderno, que parecía más un diario que una libreta. En cada página que hojeaba, se insertaba la foto de algún actor o cantante más o menos rodeada de flores y pequeños corazones de diversos colores. Abrió una nueva página, escribió la fecha y el título: “Curso de literatura” con su bonita escritura bien redonda y lo subrayó cuidadosamente con una regla. Se inclinó hacia él, un soplo de aire perfumado a verbena subió de su blusa.
—¿Me darías una foto tuya?, me gustaría dedicar esta página a mi nuevo compañero de pupitre. Una bonita en color, por favor.
Carlos la miró de nuevo, sin saber qué decir. Tenía el aspecto de una niña que había cometido una falta y que pedía perdón. La profesora lo miró con una mirada amenazadora. Era un hombre, así que solo podía ser culpable. Lena se enderezó con su orgullo inocente y le soltó con una mirada de reproche:
—Te esperaremos en la Esquinada después de clase.
Cuando Carlos entró, las cuatro chicas ya estaban sentadas en una mesa en el bar. Lena habló inmediatamente:
—Como puedes ver, todavía estamos vestidas como para ir a clase. A nuestros padres no les hemos dicho nada. Solo queríamos organizar una noche juntos para conocernos mejor, ahora que estamos en la misma clase y parece que tus amiguitos no nos aprecian. —dijo con una sonrisa carnívora. ¿Qué te parece este viernes a las ocho de la noche en este local, de vuelta antes de medianoche, por supuesto?
Carlos miró a María, ella giró la cabeza como para marcar su desacuerdo, Marta y Julia le dedicaron sus sonrisas impermeables. Él respondió que debía pedir permiso a su madre. Lena, que ya estaba de pie, soltó una carcajada espontánea y desvergonzada y lo besó en la boca.
—Hasta mañana, —dijo ella, y lo empujó hacia la puerta.
María la fulminó con la mirada.
—No lo trates así, Carlos es un buen chico.
—Eso es, quieres quedártelo para ti sola. ¿Es tu novio quizás? No. Bueno, pues la competición está abierta. Es un hijo de papá, uno de los mayores mercaderes de la ciudad. Nunca querrá a una chica como tú, una hija de nadie, la hija de un obrero.
María quiso abofetearla, pero su amiga Marta la retuvo. Entonces tomó su bolso y se fue dando un portazo furioso. Marta corrió detrás de ella.
La alcanzó fácilmente, era también muy deportiva. Un poco más adelante, María se detuvo y se sentó en un banco. Marta se unió a ella.
—¿Estás enamorada de Carlos? Es muy guapo, tengo que admitirlo.
—¡Nooo! Lo conozco de la Esquinada, bailamos juntos el boogie. Es muy fuerte, formamos una buena pareja.
—Vamos, no es verdad, veo cómo lo miras y lo defiendes.
—Está bien, me gusta, pero apenas lo conozco. Nunca me ha ofrecido un trago.
—Bueno, pero ahora sabes que Lena le ha echado el ojo.
María la miró un poco perpleja. Marta era más alta que ella, musculosa pero muy delgada. El pelo rubio largo, no era su color natural, por supuesto. Con los ojos marrones oscuros, no se podía decir que fuera hermosa, pero sí honesta y directa, muy agradable.
La tienda de los padres de Carlos tenía dos entradas. En realidad, se trataba de dos casas que formaban un ángulo recto y que se unían por la parte trasera para formar un único edificio. La planta baja constituía así un gran espacio de venta. Por un lado, en la calle principal, los pisos residenciales por el otro las oficinas y el almacén. Era bastante importante, se vendían artículos de ferretería, accesorios y pintura para automóviles y utensilios domésticos. La empresa, que también funcionaba como mayorista en toda la región, pertenecía a dos hermanos y una hermana. Uno de ellos, el padre de Carlos, que se llamaba Luis, era el director y su madre dirigía las oficinas. Carlos, que era el mayor de todos los niños de la familia, era considerado por todos como el heredero.
Entró por la parte de los enseres domésticos, en la calle más pequeña; las oficinas estaban justo encima. Subió de cuatro en cuatro las escaleras en espiral, desembocó en una gran habitación, su madre estaba en la esquina izquierda cerca de la ventana. Su oficina era un poco más grande que las otras; una enorme máquina que hacía las facturas llenaba el espacio. Elena era una mujer rubia alta y hermosa, se levantó al verlo llegar, abrió los brazos y lo acogió con efusión como si no se hubieran visto desde hacía mucho tiempo.
—Cuéntame todo —dijo ella sonriendo y echando un vistazo a su hermana Cristina que se había acercado.
Elena, por supuesto, le permitió reunirse con las chicas el fin de semana, pidió que le contara dónde estaba la Esquinada y le recomendó no sobrepasar la hora.
—Ve a estudiar a tu habitación, nos vemos a la hora de la cena.
Apenas había salido, por un pasillo que lo llevaba a la otra casa, Cristina preguntó:
—¿Quién será esa Lena? Tal y como él la describe, tengo la impresión de que es la hija de esa perra de Gloria. No solo Luis anda por toda la ciudad con ella, sino que ahora es su hija la que corre detrás de tu hijo.
—¡Ah! Pero no va a ser así. Ya me ocuparé yo de ello. —decretó la madre de Carlos.
A la mañana siguiente era jueves, después del recreo había clase de literatura. Las chicas ya estaban en clase; Lena acogió a Carlos, con un vestido corto y con sonrisa de propietaria, se levantó para hacerlo pasar y le dio, de paso, un beso sonoro. Carlos notó la ausencia de Julia, y encontró la explicación abriendo su cuaderno.
“Carlos, tengo que ausentarme por razones médicas. Me dicen que eres el mejor estudiante de literatura. Por supuesto que sé dónde vives, me permitiré pasar a verte esta tarde, para que me actualices. Gracias de antemano”.
El billete estaba escrito cuidadosamente con una pluma en una media hoja de cuaderno que ella había deslizado en el suyo. En el fondo se sentía halagado, nunca ninguno de sus compañeros le había pedido un servicio de este tipo y además estaba contento de que fuera una chica.
Después del almuerzo, que había tomado con su tía Cristina y su hermano, —su madre ese día estaba de viaje —, Julia se presentó. La muchacha de servicio la hizo entrar en el salón. Causó una buena impresión a su tía. Llevaba pantalones negros que llegaban hasta los tobillos y una camiseta del mismo color. Con su corte de pelo, parecía muy varonil. Su tía hizo servir el café a Julia y subieron juntos al piso donde tenía su habitación. Julia lo precedía, no pudo dejar de percibir que su cuerpo y el perfume natural que desprendía le hacían efecto.
Cuando Julia entró en su habitación, se detuvo bruscamente y Carlos, que no lo esperaba, la atropelló como un coche que había frenado bruscamente delante de él. Se retiró ruborizándose. ¿Se había dado cuenta del estado en que se encontraba? Miró la pared de su habitación como si entrara por primera vez. Una gran reproducción surrealista de Dalí cubría en gran parte el muro delante del cual estaba instalado su escritorio: Sueño causado por el Vuelo de una Abeja alrededor de una Granada un Segundo antes del Despertar. Esta obra le gustaba especialmente, pero no era la única, Delvaux y Magritte también estaban presentes, muchas desnudeces, sobre todo femeninas a veces provocantes. Fue su madre Elena quien le transmitió el gusto por los surrealistas, lo llevó a sus exposiciones y le ofreció hermosas reproducciones para decorar su habitación. «A su edad, es mejor esto que esas horribles revistas que circulan entre los adolescentes», le dijo a su hermana.
—Tienes buen gusto, —dijo Julia con los labios apretados.
Carlos tomó el cuaderno de notas de su maletín, se lo entregó, y luego se sentó a su lado. Ella lo miraba, con el pecho bien erguido, sus pezones apuntaban bajo su camiseta. Abrió el cuaderno, en la primera página había un cuarteto:
Ella vuela, su cuerpo ardiente vuela, vuela
Mis brazos la reciben como una alcoba
Ella baila como una loca, se arremolina
Y la música para, mi corazón a volar se echa.
Julia, lo leyó. Desconcertada, lo releyó de nuevo. Carlos pasó las páginas hasta dar con la lección por estudiar.
—Victor Hugo, exclamó Julia, —Notre Dame de Paris. ¿Te gusta? Es mi favorito.
Y sin más preámbulos, recopiló cuidadosamente las notas, hizo muchas preguntas. Evidentemente, Carlos ya lo había leído y tenía respuestas para todo. Julia tuvo que admitir que sólo conocía la película.
Ella lo miró un largo rato, se levantó, se acercó al Elogio de la melancolía, de Delvaux que desvelaba impúdica a una mujer abandonada. Se impregnó de su triste mirada, se volvió hacia Carlos, le dio un beso en la comisura de los labios y se despidió.
Marta se echó a reír cuando Julia le contó al día siguiente su cita con Carlos. Ella llevaba su traje deportivo de entrenamiento, muy ajustado, su vientre al descubierto, y las nalgas levantadas por una braga reforzada para tal fin.
—Carlos está enamorado de María, dijo segura. Pero es su madre la que llena su habitación de Delvaux, hay que verlo para creerlo.
Salió corriendo y volvió a decirle a Julia.
—Veré si lo encuentro en el parque, no podemos dejarlo a merced de Lena.
Los grandes castaños que protegían el recorrido emitían un susurro que marcaba el ritmo de su carrera. Sus largas piernas funcionaban a pleno ritmo, su cuerpo parecía tensarse en el esfuerzo, su piel brillaba de sudor. Fue entonces cuando lo vio, él también corría, una camiseta sin mangas demasiado ancha flotaba alrededor de su torso desnudo, estaba sincronizado con ella, sentía su corazón latiendo con el suyo. Ella se reunió con él y corrió un momento a su lado, luego ambos desaceleraron, se detuvieron, y sin decir nada le pasó los brazos alrededor del cuello, pegó su pelvis contra la suya, apretó, apretó hasta sentir la satisfacción que no hizo más que unirse a la suya. Él quiso besarla, pero ella lo rechazó con sus palabras.
—Las mujeres también deseamos a los hombres. Una mujer enamorada espera un gesto.
Y se fue corriendo.
La Esquinada a las siete estaba casi vacío. La escuela los viernes terminaba mucho antes. Los jóvenes volvían a casa para ir a cenar y salían después. Hacia las ocho empezarían a llegar. Nadie prestó atención a dos jóvenes mujeres que entraron resueltamente. Las habrían tomado por gemelas, cada una vestida con un pequeño vestido recto tipo Chanel hasta la rodilla. Eran Elena, la madre de Carlos, y Cristina, su tía, ambas llevaban una peluca castaña y unas grandes gafas oscuras en forma de corazón. Se instalaron en un rincón cerca de la puerta de entrada, desde donde veían todo. Si no fuera porque tenían otro interés, se habrían lanzado a bailar.
Pronto llegaron las primeras chicas. Era como estar en Carnaby street. Cada vestido más corto que el anterior. Julia y Marta llegaron juntas y ocuparon la mesa estratégica que habían reservado cerca del jukebox. Marta llevaba un pequeño vestido recto muy corto de color amarillo, su pelo levantado en un top de moño como estaba de moda. Su vestido tenía una gran apertura en la espalda, ella había renunciado sin problemas al sujetador. Julia había elegido una pequeña falda escocesa plisada que escondía muy poco de sus bragas cuando se movía. Tenía el pelo corto y su blusa era blanca y muy transparente.
Un poco más tarde, hizo una entrada espectacular una joven de abrigo blanco, corte Courrèges, es decir, en forma de trapecio, el pelo marrón oscuro con forma de casco, una peluca por supuesto. Abrió su capa con las dos manos, la dejó deslizar por detrás de ella como lo hacen las modelos, descubriendo así un vestido blanco, trapezoidal y muy corto con tres enormes círculos transparentes a un lado que dejaban claramente entrever el nacimiento de los pechos y las curvas de la cintura y de las nalgas.
—Es Lena, —dijo Elena a Cristina a media voz. —¿Cómo ha podido conseguir ese vestido de alta costura? Esta vez no será Luis quien pague. —Añadió. Controlo todos los gastos bajo la supervisión del consejo de administración. La hermana y el hermano probablemente no estarán de acuerdo en pagar este tipo de locura a la favorita del momento.
Lena se dirigió inmediatamente a la mesa de las chicas, puso el abrigo sobre la silla y sin saludar se instaló delante de la máquina de los discos y se puso a estudiar la lista de títulos. Eligió Let’s Twist Again de Chubby Checker y otros del mismo cantante. El acorde inicial no dejaba dudas, era un twist, y el espectáculo comenzó. Los chicos que arrastraban su indolencia hacia el bar, se fijaron en la chica y sus ojos parecían salirse de las órbitas, luego uno de ellos se sumergió en el ritmo incandescente que también desencadenaba a Lena. Su vestido descubría por instantes la orgullosa belleza de su cuerpo. Pronto todos bailaron a su alrededor como los adoradores de una divinidad pagana africana.
Elena estaba furiosa, quería levantarse y luchar contra la vil bailarina que parecía desafiarla. Cristina la retuvo imperiosamente. Por otra parte, Marta y luego Julia habían dejado su asiento para mezclarse con el grupo de los machos y ofrecer, en esta especie de Sagra della Primavera que Béjart habría actualizado, otros cuerpos femeninos a la concupiscencia de los machos.
María había esperado hasta el último momento para prepararse. No sabía si debía ir a la Esquinada. Le encantaba bailar con él, pero esta noche no sería como las pequeñas escapadas después de clase, cuando se encontraba exhausta en los brazos de Carlos después de un boogie desenfrenado. Ya se imaginaba cómo se vestiría Lena, sería escandalosamente sexy. Acapararía la atención de todos y la de Carlos ciertamente. Marta le habría contado todo, no se resistiría.
Se puso unos simples pantalones vaqueros con una blusa corta y zapatos deportivos, salió y se dirigió hacia el parque. No, no iría, no competiría con las otras chicas y menos con esa estúpida Lena, para seducir a ese chico. Era simpático, por supuesto, bailaba como un Dios y era atractivo, eso tenía que reconocerlo …
Se sentó en un banco que parecía tenderle los brazos, acogerla como un tierno amante, quería pasar con ella una velada romántica bajo un cielo de terciopelo morado para escuchar las confidencias demasiado íntimas que su conciencia no quería desvelar.
Las estrellas brillaban en el cielo de sus pensamientos, el poema, las pinturas, Dalí, Delvaux, Victor Hugo, la carrera, … todo lo que Marta le había contado y que no hacía más que aumentar la confusión de sus sentimientos.
Percibió una sombra detrás de ella, se volvió, una sonrisa la miró, y simplemente le dijo:
—Vamos a ir juntos.
Alguien había elegido algunos lentos para interrumpir la cadena interminable de twists, las parejas se formaban, la música lenta favorecía los acercamientos. Julia bailaba de cerca abrazada a un chico guapo que según ella se parecía a James Dean. Ella no parecía intencionada a soltarlo. Marta, que todavía no había dado con la horma de su zapato, había vuelto a la mesa donde discutía con animación con Lena que decía:
—¿Dónde están, por el amor de Dios? Ya son las nueve y no están aquí, ninguno de los dos. ¿Qué significa eso? No me gusta.
No era la única que se preocupaba. Elena interrogaba a Cristina:
—Cristina, ¿dónde está Carlos? Salimos temprano para venir aquí. No pensé que llegaría tarde.
De repente, la puerta se abrió, María entró con Carlos, se tomaban de la mano.
Carlos reconoció a su madre al momento, la fusiló con la mirada y acompañó a María a la máquina de discos. Introdujo las monedas y los códigos que conocía de memoria. No miraron a nadie, y se volvieron hacia la pista que se vaciaba lentamente como para dejarles sitio.
Tres acordes de guitarra marcados por la batería como un signo de interrogación, y la voz de color miel del gran Elvis se desató en un Jailhouse rock infernal. Carlos y María, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se pusieron a saltar sostenidos por el ritmo infernal de la canción, él la hacía piruetear en la punta de su brazo, la volvía a atrapar por la cintura, la relanzaba, la recogía para deslizarla entre sus piernas y la levantaba bajo los aplausos, sin parar de saltar brillantemente. Todos en el bar se habían levantado y los miraban con entusiasmo.
Lena gritaba. Estaba furiosa, se lo habían robado. Esa perra, esa María, le había robado al chico que había elegido. Tomó una silla y con todas sus fuerzas la arrojó a las piernas de la bailarina.
María se desplomó, Carlos se precipitó. Elena se abalanzó sobre Lena, la abofeteó varias veces y la empujó fuera. Ella corrió hacia su hijo, pero él no tenía ojos más que para su María, a la que sostenía abrazada.
—Mi amor, mi amor, —le gritaba Carlos aterrorizado a María que parecía no verlo. Entonces le dio un largo, largo beso de amor.
María cerró los ojos y se lo devolvió pasionalmente.
Jean Claude Fonder
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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- Estupenda criatura de Iris Menegoz
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- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
- Los difuntos de Narsa Silva
- La piedra de Silvia Zanetto
- Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes de Raffaella Bolletti
- Noche de tempestad de Maria Victoria Santoyo Abril
- Semana Santa de Iris Menegoz
- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
- Cambio climático de Adriana Langtry
- El libro quisquilloso de Graziella Boffini
- El agujero negro de Adriana Langtry
- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
Estupenda criatura

Querida Ceny, no sé si aún crees en los cuentos de hadas, pero a mí, ayer, me sucedió algo superincreíble.
A mi madre le ha tomado la locura de hacer tartas. La culpa es de un cocinero guapetón que aparece en la TV cada semana en «clase de tartas». Así que a mí me toca, cada viernes, llevar una tarta nueva a mi abuela. Tú sabes que esa vieja loca vive en aquella absurda, ridícula casita en el bosque. ¡Que aburrimiento! Cuando llegué frente a la casa vi aparcado el «SUV» de Rafael. ¿Te acuerdas de él? El cazador ¡Gran pendejo! Dejé el canasto ante la puerta y me fui.
En el camino de regreso por el bosque encontré al lobo. ¡Dios mío que estupenda criatura, piel de plata, ojos de oro! Se me acercó, me besó la mano (verdadero «gentelman»). Hablamos un poco de esto y de aquello. Me confesó que tenía una vida difícil debido a los pastores. Se quejaban por la pérdida de uno o dos animales. Aunque el ayuntamiento les reembolsaba por cada pérdida. Cerca de mi casa nos despedimos.
—¡Si quieres nos vemos el próximo viernes —dijo —a las tres!
Ceny, tengo que irme, mamá está llegando. Besitos.
¡Querida, que estupendo encuentro, espero en su continuación! Besos.
Querida Ceny. No sé si tengo la forma adecuada para expresar lo que me sucedió. Después de haber dejado el canasto bajo la puerta de la abuela (siempre estaba el pendejo), me encontré con el lobo en el bosque. Experto entendedor del lugar, me mostró un sitio maravilloso. Una pequeña catarata que caía en un lago de cristal.
Hacia calor. Me desnudé y me sumergí en aquella agua esmeralda. Lobo también se sumergió. Reímos, jugamos. Yo monté sobre su espalda como si fuera un caballito de mar. Después me tumbé sobre la hierba, feliz, desnuda y mojada.
Lobo, con su lengua áspera y suave, empezó a secarme. A medida que su lengua recorría mi cuerpo, sentí mis pezones endurecerse. Cuando su lengua llegó a mi entrepierna, mi mente se perdió. Miles de hormigas bailaban en mi vientre, mis piernas temblaban.
Lobo se paró. Me miró en los ojos y, sin una palabra, me dio mi camiseta y mis vaqueros.
¡Pero yo lo vi! ¡Entre sus piernas tenía una llama roja como las llamas del infierno!
No tengo mucha familiaridad con los sexos varoniles pero lo que Don Santiago, años atrás, durante la confesión, intentó mostrarme: una salchicha hervida sin color, ¡nada que ver con lo del lobo!
Hasta pronto Ceny. Besos.
Te lo ruego Rujta, no me dejes sin tu historia con el lobo. ¡Que envidia!
Besitos
¿Qué tal Rujta? ¿Por qué no me escribes?
Hace semanas que no me escribes. ¿Por qué?
Querida Ceny, hace tres semanas por la tarde, oí un gran ruido. Un coche a toda velocidad tocando la bocina, recorría las calles del pueblo. Me asomé al balcón. Lo vi pasar. Era él. El Cazador. Sobre el techo tenía estrechamente ligado con cuerdas el cuerpo ensangrentado de mi lobo. ¡malditos asesinos! Yo me acerqué. Su lengua ensangrentada saliendo de su boca. ¡Malditos asesinos!
Me quedé paralizada, incrédula, incapaz de hacer cualquier cosa, excepto huir, huir, huir, para llorar por esa estupenda criatura. Perdona Ceny me faltan las palabras. No es fácil hablar de un dolor.
Iris Menegoz
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
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Una historia peligrosa

Querida Isabel:
Muchos piensan que el destino está escrito en las letras de nuestras células, otros, en cambio, afirman que es el fruto de nuestras elecciones. Sea como sea, es cierto que para mí el futuro que se me presentó ya representa una parte de pasado sobre el que reflexionar. Y de una cuestión estoy totalmente segura: nunca elegí mi pasado tal como lo viví, ni encontré ninguna huella anticipadora en ninguna parte de mi cuerpo.
Empecemos por el principio, que, en mi caso, coincide con el final de mis días. Sí, porque todo empezó cuando Natalia, mi enfermera personal y mi ángel de la guarda, por capricho o por curiosidad, quiso saber más sobre mi vida pasada. De ser sincera, la petición al momento no me sorprendió más de la cuenta, aunque, pensándolo bien, un poco extraña debería haberme parecido. Y eso que todo el mundo —no, no estoy exagerando—se sabía de memoria desde mi (presunta) fecha de nacimiento hasta el color de mis bragas el día de mi boda. Como escriben muchas plumillas, el precio de la fama hay que pagarlo, y yo, que había sido toda una celebridad, lo había pagado de sobra. En todo caso, no me cabía la menor duda de que las preguntas de Natalia, una mexicana cuarentona trasladada a San Francisco muchos años antes, escondieran otro propósito. No quiero pasar de lista tan solo por ser rica, eso lo dejo creer a las mujeres envidiosas y a los estúpidos. No. Lo intuía porque a lo largo de mi existencia mi sexto sentido fue la única guía fiel que nunca me traicionó, a diferencia de mis hombres que, claro está, disfrutaron mucho coleccionandos amantes a mis espaldas sin entender que yo los traicioné primero en los pensamientos y luego de verdad…
He vuelto a meter la pata. Ya lo sé. Es que estoy tan acostumbrada a enredar mi vida que lo hago también con las palabras. A lo mejor será la edad. Sin embargo, querida Isabel, no quiero que te pongas colorada leyendo mis memorias, con lo púdica y remilgada que eres…
Quiero que tú sepas la verdad sobre mi vida, una verdad que muchos intentaron captar sin resultados. Por eso estoy aquí, juntando letras a duras penas, tratando de poner orden en mis recuerdos para dejarte entrever lo que de verdad se esconde detrás de una cara llena de arrugas que un tiempo fue muy bonita y encantadora.
Nací en pleno verano de 1924. Nunca supe la fecha exacta porque, a los pocos días, mi madre biológica o alguien por ella, me dejó en el umbral del Convento de las Hermanas de la Caridad en una cesta de mimbre, con una mantilla blanca de algodón algo desgastada pero limpia. Lo que se dice un principio digno de una estrella del cine. ¿No te parece?
De todas formas, y pese a las habladurías, las hermanas del Convento me criaron bien, o por lo menos, pusieron todas sus buenas intenciones. Allí aprendí el fascinante oficio del bordado y de la costura, me enamoré de la lectura (me encontraba entre las pocas mujeres de aquel tiempo en disponer de una biblioteca de todo respeto), me ensucié las manos con la tierra del huerto que ocupaba buena parte del patio trasero del Convento, planté tomates, berenjenas y unas rosas de un color rojo brillante del que todavía queda un dulce recuerdo en mi memoria de anciana vivida. Era una chica bastante introvertida (—¿cómo no serlo en un convento?—) pero lista, de buena memoria y con ganas de aprender. Sin embargo, al árbol que nace torcido le cuesta trabajo enderezarse. A fin de cuentas, mejor así porque de lo contrario me habría convertido en una esposa infiel y una madre frustrada. De hecho, mi huida a escondidas quince años después de mi llegada involuntaria al convento me abrió un abanico de posibilidades que nunca habría imaginado.
¿Que cómo se me ocurrió? Bueno, hubo alguien que me dio las ganas de fugarme de aquel lugar húmedo y sombrío que pese a mi voluntad había sido mi hogar: Juan Sarría Alameda, un joven de buena planta y de mirada cautivadora en la que me perdía cada miércoles que pasaba con su furgoneta para recoger los productos de la huerta y los bordados que las hermanas solían vender para recaudar dinero.
El amor, o lo que más a él se parecía, me empujó a esconderme en la parte trasera de la furgoneta de Juan entre cajas de tomates y toallas bordadas de hilo dorado ..
Juan y yo recorrimos muchos kilómetros de una España que parecía hecha para esconder criminales de toda calaña y parejas clandestinas, pero eso no bastó para que lo nuestro durara para siempre. La guerra civil dejó rastros de sangre en todo el país y siempre nos topamos con familias que habían perdido algún que otro familiar. Para colmo de males llegó la noticia de la invasión alemana en Polonia y la grave inestabilidad política de Europa. En aquel entonces, tan solo era una jovencita guapa y enamorada que no entendía nada de política ni de equilibrios internacionales y tampoco podía imaginar que pronto y de forma, digamos, un poco rocambolesca, me convertiría en espía del régimen español.
Querida Isabel, ayer tuve que interrumpir mi cuento por miedo a que Natalia descubriera mis escritos. Como puedes imaginar, si alguien tomase posesión de mis declaraciones toda la fortuna y la fama que acompañaron mi vida de actriz se vendrían abajo, incluida la herencia para ti y tus descendientes, que son también los míos.
¿Dónde había llegado?… Claro, tengo que contarte como conocí a un militar alemán que me propuso bailar y actuar en un sótano en las afueras de Madrid. El tal se llamaba Rubén, vestía uniforme nazi y lucía modales de hombre vivido y seguro de sí mismo pese a tener un rostro angelical, con su pelo rubio y ojos azul claro. Aquel verano de 1940 mientras yo pasaba mis días bordando y limpiando en una mansión de gente de bien, me topé con el tal Rubén en el mercado central. Pocas eran las doncellas que iban y venían sin descanso cargadas como mulas de verduras y pescado fresco para satisfacer a sus señoras adineradas y a sus convidados, y yo entre ellas, mientras que muchos eran los niños y sus madres viudas de guerra que regateaban por un mendrugo de pan. En la multitud de gente Rubén se fijó en mí, no sabría decirte el porqué, a lo mejor ya había adivinado las formas sinuosas que yo trataba a duras penas de esconder y mortificar con el uniforme gris y blanco que me impusieron para trabajar. Recuerdo que se me acercó de forma rápida y segura como si me conociera de toda la vida y articulando pocas palabras que parecían alemán mezclado a sonidos españoles hizo deslizar entre mis manos un papel doblado y amarillento que no tuve el valor de leer hasta bien entrada la noche, cuando se suponía que debía descansar en mi cuartucho en el altillo de la casa donde servía como criada. Había dos direcciones: una, a la que me dirigí al día siguiente, era la sede de un taller de costura, uno de los pocos que aún quedaban en la ciudad. Allí sus dependientas, casi todas de mi edad y con modales exquisitos, me hicieron probar un traje tras otro hasta dar con lo que debía estrenar la noche siguiente en el local clandestino señalado por la segunda dirección escrita en el papel. ¿Que dónde estaba Juan? Bueno, enfrascado en alguna que otra actividad ilegal de la que no quiero acordarme…
Tuve valor, ya lo sé, o tal vez desfachatez, según se mire, pero me presenté en el lugar indicado, y sin entender una sola palabra de alemán subí a un escenario improvisado para cantar y bailar como si lo hubiera hecho desde siempre. No me fijé en el público, todos militares alemanes que me miraron con ojos hambrientos de deseos insatisfechos, porque si lo hubiera hecho, a lo mejor habría salido corriendo de aquella guarida de hombres solos. Cuando al final del espectáculo, y después de un fragoroso aplauso, Rubén entró en mi presunto camerino de artista novata, me propuso con unas pocas palabras que el pobre se había aprendido de memoria, un acuerdo peligroso e increíble que cambió definitivamente el rumbo de mi vida. Fue el principio de mi actividad de espía del régimen de Franco, ese militar cabezota y sin escrúpulos que quería llevar España a los años dorados del Imperio colonial. ¡No me juzgues! Es verdad que al principio te dije que el destino lo elegimos nosotros, pero tal vez, las circunstancias de la vida nos empujan hacia lo que ni siquiera nos hubiésemos plantado.
En concreto, la labor consistía en exhibirme con cantos y bailes, vestida de trajes que poco dejaban a la imaginación, en lugares de mala muerte a los que acudían personajes poco recomendables: militares de todo tipo, españoles, alemanes, italianos, hasta ingleses en incógnito y, sobre todo, espías. Rubén siempre me siguió como guardaespaldas y fue él quien me daba las instrucciones con las fechas y los lugares donde yo tenía que acudir y enviar mensajes ocultos a través de los movimientos de mi cuerpo o por medio de las letras de canciones que iba desgranando como una artista consumada. No te lo escondo, al poco tiempo le cogí cariño a Rubén, y como no podía seguir trabajando de servidora por la mañana y bailarina y cantante por la noche, decidí dejar para siempre la casa donde trabajaba como criada sin despedirme de nadie, tampoco de Juan.
No me arrepiento de nada. Nunca, y repito, nunca tuve que hacer nada que no quisiera. A menudo Rubén tuvo que alejar a algún que otro pretendiente, eso sí, sin hablar de mis camerinos, que con frecuencia se llenaban de flores exóticas y cajas de bombones suizos que casi nunca probé. Normalmente solía recogerlo todo y me pasaba las mañanas libres repartiendo dulces entre los niños hambrientos de los barrios más pobres de la ciudad, mientras que con las flores adornaba las lápidas, a menudo sin nombres, del cementerio de Madrid.
Fue así como pasé los años de la segunda guerra sin sufrir hambre, frío y miedo como casi todo el resto de la población que tuvo la mala suerte de no apoyar a Franco. Ahora que soy vieja y que poco futuro me queda por delante, me gusta pensar que, pese a las apariencias, mi labor de espía contribuyó a que nuestro país no entrara en una guerra que, a lo mejor, nos habría borrado de la faz de la tierra. Querida Isabel, los míos no son delirios de una anciana demente, porque si es verdad que mi cuerpo está flaqueando, lo mismo no puede decirse de mi cabeza. Siempre rogué al Señor —soy creyente de una forma muy personal— a que me mantuviera cuerda hasta el final de mis días y te puedo asegurar que lo estoy. De lo contrario, no podría recordar con todo detalle mi encuentro con un personaje, poco conocido en los libros de historia, que a su manera nos ayudó para que el Generalísimo no pactara con el loco alemán. Me refiero al Pequeño Almirante, tal como le llamaban sus colaboradores, es decir a Wilhelm Franz Canaris en persona. Para nosotros, hablo en plural porque ya me sentía parte del mundillo secreto del espionaje, él había sido y era toda una leyenda¸ en vez de, su fama había llegado hasta el otro lado del charco. El héroe de los dos mares lo apodaban. Una celebridad por cierto merecida a sangre y sudor en el campo de batalla según cuentan. De hecho, el tal Canaris, que participó en dos guerras mundiales, sabía hablar perfectamente cinco idiomas, entre ellos el español, y pese a no ser un nacionalsocialista, fue jefe de la Abwer, la inteligencia militar alemana. Efectivamente cuando yo le conocí, sus felicitaciones por mi actuación en perfecto español no me impidieron entender que detrás de sus modales escuetos y sobrios se escondía un hombre de grande inteligencia y diplomacia. De hecho, acababa de actuar en un lugar de postín en el centro de Madrid donde acudían la flor y la nata del bando franquista —entretanto, había ascendido en mi carrera tanto de bailarina como de espía—y Rubén, mi ángel de la guarda, fue el que nos presentó. La sala estaba abarrotada de gente, el humo de los cigarrillos había creado una especie de neblina de humo que esfumaba el brillo de las medallas que las solapas de las altas uniformes enseñaban sin pudor. Entre las bandejas de plata repletas de copas de champán de primera y caviar, me deslizaba como si estuviera en mi elemento, con mi traje de lentejuelas y zapatos de tacón italianos que en mi anterior vida solo podía soñar. La música de la orquesta llenaba el aire de sonidos que invitaban a bailar, y recuerdo como si fuera ahora las palabras bisbiseadas de Rubén cerca de mi cara, y las ojeadas disimuladamente interesadas de casi todos los hombres en alta uniforme que presenciaban al evento. Con un ligero empujón, mi guardaespaldas me acercó por primera vez a W. F. Canaris.
El encanto casi desgarrador de ese hombre de pelo cano y mirada profunda casi me hizo quedar sin palabras, como si de pronto me sintiera fuera de lugar en aquella sala de baile…
Como supe más tarde, el Almirante había sido enviado a España por Hitler para intentar convencer a Franco de la posibilidad de entrar en guerra. Pero lo que hizo fue exactamente lo contrario. Y de eso, y de mucho más, sigo dándole las gracias allá donde esté.
Querida Isabel, ya sé en que estás pensando y no, nunca llegué a ser su amante, y no porque no quisiera. Franz, como solía llamarlo yo cuando compartíamos algún momento juntos, se quedó prendado de mi desde el primer instante, pero su conciencia o, a lo mejor, los años que nos separaban, le impidieron declararse abiertamente.
Y cuando las cosas se pusieron malas para él, antes de ser ahorcado en el campo de concentración de Flossengürg en 1945, me facilitó los documentos y los trámites para que yo pudiera escaparme a Estados Unidos y convertirme en la estrella del cine que todo el mundo conoce.
Entonces puedes comprender por qué nunca antes he contado esta parte de mi vida a nadie… ¿Que por qué te lo cuento justo ahora? Tal vez porque haya llegado el momento de hacer encajar las piezas de mi vida que siempre estuvieron olvidadas en algún rincón de mi memoria y sobre todo para que tú, mi heredera directa, querida nieta, sepas la verdad. Las historias, a veces, pueden ser peligrosas si bien eso depende de quien las cuente. Y recuerda: las palabras tienen más valor que muchas de las personas con las que me he topado a lo largo de mi existencia.
Ayer tuve que interrumpir mis memorias. Natalia sigue al acecho. ¿Por dónde andaba? Sì, ahora me acuerdo. Llegada a este punto de la historia, como toda mujer que se respete, te preguntarás qué fue de Rubén y de Juan… Bueno del primero, que siempre fue mi amigo y protector sin querer nada a cambio, supe que logró escabullirse de la redada que los espías ingleses habían organizado por toda Europa, huyendo a Argentina… Del segundo, pues, simplemente desapareció de mi vida como si su único papel fuera el de sacarme de aquel convento que fue mi primer hogar…
Por lo que a mí se refiere, una vez establecida en California bajo la protección de algunos amigos alemanes, llegué a las altas esferas del cine de forma tan rápida que las malas lenguas nunca perdieron ocasión para echármelo en cara. En cualquier caso, si quieres saber más tendrás que tener paciencia porque esa es otra historia. Mañana te la contaré.
Manila Claps. ………..
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
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Persecuciones

El portero de Via Silva 29 siempre sonreía amablemente y, sobre todo, era un tipo que daba una sensación de seguridad: musculoso, atlético a pesar de la edad. Me despedí después de entregarle el sobre que pasarían a recoger al día siguiente.
La primavera esparcía perfumes por la ciudad y la cita con Renata, era para comer algo juntas antes del encuentro con Leila, investigadora de Socorro jurídico. Esa ONG recogía evidencias de los abusos contra los derechos humanos, Leila iba dondequiera que la llamaran porque habían encontrado alguna fosa común donde yacían cuerpos de opositores políticos del régimen militar. Examinaba minuciosamente los restos, catalogaba, entrevistaba a los testigos, presentaba denuncias. Eran comunes las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la desaparición de líderes campesinos o estudiantiles… Mediante las escuchas ilegales, las delaciones bajo tortura y, tal cual infiltrado, los cuerpos militares de la dictadura sabían dónde encontrar a sus víctimas.
Una noche, volviendo a su casa, un auto la seguía y ella estaba sola. Abandonó el auto y corrió y corrió, tratando de encontrar refugio, pero todas las puertas estaban cerradas y ante sus gritos pidiendo ayuda, las pocas luces encendidas se apagaban. La capturaron y estuvo desaparecida dos días, sufriendo torturas y violaciones, hasta que la petición del arzobispo, Monseñor Arnulfo Romero, logró obtener su liberación.
Era crítico de la teología de la liberación, moderado, pero con un indestructible sentido de la justicia convencido de que los privilegios y la avidez de pocos comportaban la miseria de la mayoría de la población. Había que cambiar. La oligarquía convierte en sangre el odio contra las clases pobres. Campesinos, obreros, maestros, catequistas asesinados. El 12 de marzo de 1977, las balas destinadas a su amigo jesuita Rutilio Grande, asesinaron también a un anciano y a un niño que iban con él.
El arzobispo era tímido, pero durante la homilía, era contundente y por todo El Salvador las emisoras de radio transmitían su voz. La injusticia social era el tema principal. Asume la voz de los sin voz y la opción preferencial por los pobres. A todos llega su mensaje de no violencia y conversión. La conferencia episcopal no lo apoya y él está solo, desprotegido. Recibe amenazas. Consciente del peligro inminente, dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En su última homilía, el 23 de mayo de 1980 lanza un mensaje a los militares: “conviértanse, les ruego, en nombre de dios, cese la represión… si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño… ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de dios. No maten a sus hermanos”. Hay deserciones en el ejército.
A esa hora en Milán, ya no circulaba la metropolitana, pero sí los autobuses de la circunvalar. ¡Cómo podía ser tan fuerte Leila! Una guerrera, tenía muy clara su misión…
En el silencio absoluto se oían los pasos lejanos, una sombra entre los árboles de la avenida. Tengo que llegar a casa a tiempo. Mejor acelerar el paso… y allá atrás también aceleran, al mismo ritmo. Voy más rápido, y los pasos también ¿Correr? Quizás no… es peor. Voy preparando las llaves, ¿dónde están? entre tanta cosa no es fácil: papeles, botella, algo frío y metálico: el bolígrafo que me dejó de recuerdo Leila…. Por fin. Me sudan las manos. La llave larga del portón, abro y corro hacia el ascensor a la derecha de la portería. Percibo en la nuca su jadeo. Doy la vuelta y lo golpeo con el bolso. Soy una fiera. “¡FUERA!, ¡FUERA INMEDIATAMENTE!, que llamo al portero y lo revienta a golpes”. Veo sus ojos asustados, tiembla como una hoja y trata de subirse la cremallera del pantalón, mientras corre hacia la puerta. Era un pobre diablo.
Maria Victoria Santoyo Abril
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Los difuntos

Giró bruscamente su cabeza siguiendo un instintivo impulso, sus vidriosos y melancólicos ojos azules se encontraron justo con la mirada de aquel hombre maduro, pero visiblemente más joven que ella. Él, la observaba fijamente y sin parpadear. Un tímido escalofrío recorrió su cuerpo; ese rostro le parecía haberlo visto alguna vez, pero en ese momento resultaba, en realidad, lo menos importante. Ella volvió a fijar sus ojos en el punto de origen, ahí donde estaba la razón de su profunda pena, donde sentía que se iba también su alma, su cuerpo: el ataúd de su marido. Se sentía muerta en vida.
En aquel recinto lúgubre no cabía ni un alfiler. Era una mañana de otoño; ese día también el cielo lloraba, como la gran mayoría de las personas que se habían congregado para dar el último adiós a Jacobo; el respetado exalcalde; el político más querido de esta pequeña y tranquila ciudad. Ahí estaba ella, Cecilia, su viuda, en primera fila, enfundada en un elegante traje negro, con la tristeza congelada en ese océano que eran sus iris; una espigada mujer que aún conservaba la exótica belleza y el cuerpo de guitarra de sus años mozos.
Se acercaba el momento de retirar el ataúd del recinto para trasladarlo a la Iglesia donde se oficiaría la misa antes del sepelio. Una larga fila india se armó rápidamente, todos querían saludar a la viuda y ver de nuevo al difunto. Con la resignación del desesperado ella aceptaba las condolencias de un sinnúmero de personas: familiares, amigos, exempleados, cuando en realidad solo quería volver a la intimidad de su casa y llorar sola a su amado esposo.
Y llegó su turno: el hombre de ojos miel almendrados, alto, cuerpo tonificado, visiblemente guapo; le estrechó la mano con un poco más de fuerza de lo habitual y con voz grave y pronunciando su nombre le expresó sus condolencias —Cecilia, mis condolencias. —No hubo señora, doctora, simplemente Cecilia, a secas.
En esta ocasión ella lo miró con atención y sin parpadear. Entre todas las personas del recinto, era de los pocos que le resultaba un extraño; otra vez sintió el escalofrío. Ella soltó bruscamente su mano y retiró la mirada. El siguió adelante, no era ni el lugar ni el momento para otro asunto.
Pasado el funeral, Cecilia volvió a su casa, una suntuosa mansión, en realidad; Jacobo y ella provenían de familias pudientes y supieron multiplicar con trabajo y esfuerzo la fortuna heredada. Se habían conocido en la universidad, él cursaba arquitectura y ella derecho, desde entonces, fueron inseparables.
Terminados los estudios se casaron y muy pronto la familia aumentó con la llegada de sus dos hijos. La vida les sonrió con una trayectoria de reconocimientos. Muchas de las grandes obras arquitectónicas de la ciudad tenían el sello particular de Jacobo, mientras que Cecilia, abogada penalista, llegaría a convertirse en una de las jueces más respetadas y también temidas, por su fama de correcta, severa y de no haber perdido nunca un caso.
Ya retirados, a Jacobo se le despertó el interés por la política, que lo llevó a ser alcalde, gozando de la popularidad y la admiración, hasta de sus adversarios. Cecilia, en cambio, dirigía una fundación para ayudar a mujeres víctimas de violencia de género. Era una fuerte defensora de los derechos y garantías de la mujer.
Su mansión, ubicada en un lujoso barrio a las afueras de la ciudad, había sido el lugar de residencia desde que se casaron. Sus hijos, Camila y Francisco, tenían ya unos cuantos años en el exterior y solo los visitaban en vacaciones. Muerto Jacobo, solo vivían en las dependencias la criada y el vigilante. Apenas con horas de fallecido, a Cecilia su hermosa casa ya le quedaba grande.
Sentados en uno de los salones, la viuda anunció una decisión importante a sus hijos:
—Ya no deseo seguir viviendo aquí, sin su padre no tiene ningún sentido para mí. Ustedes vienen una o dos veces al año. Estoy pensando poner la casa en venta e irme a un apartamento pequeño. Es lo más sensato. No pensamos nunca en venderla, esperando el futuro para cuando llegaran los nietos, pero yo estoy envejeciendo y sin su padre no me siento segura.
—Estoy de acuerdo, respondió Francisco, dada las circunstancias hay que ser prácticos.
Su hija asintió con la cabeza.
Cenaron en silencio y los jóvenes se retiraron a su habitación. Cecilia decidió sentarse un rato en la terraza del jardín; se sirvió un whisky como hacían todas las noches ella y su marido, lloró amargamente y lo bebió en dos sorbos de soledad y tristeza.
Subió a su habitación, se acercó al gran ventanal con vistas al jardín para cerrar las cortinas y vio la figura de un hombre que desde la calle miraba hacia la mansión. Por la distancia no podía distinguirlo, pero casi podía asegurar que la miraba a ella. Cerró rápidamente las cortinas y sintió miedo.
—Mañana mismo hablo con la agencia inmobiliaria, pensó mientras se acomodaba en la cama con la mirada puesta en el techo de la habitación. No durmió en toda la noche.
Al día siguiente, en horas de la tarde fueron a la iglesia, ese día comenzaba el novenario: nueve misas durante nueve días por el difunto Jacobo. Cecilia era una católica practicante y en esa ciudad pequeña y conservadora las tradiciones se respetaban y honraban a rajatabla.
Al finalizar la misa, por un momento ella desvió su atención hacia la última fila y ahí estaba el mismo hombre del funeral, mirándola fijamente. Pensó en dirigirse hacia él para saber exactamente quién era, y cuando iba a hacerlo fue interrumpida inoportunamente por la dueña de la agencia inmobiliaria y su amiga; la conversación fue breve y al terminar el hombre ya no estaba, se había ido.
Obviamente tenía asuntos más importantes que resolver, pero aquel hombre de aire extraño, misterioso, ya comenzaba a despertarle curiosidad y Cecilia siempre tenía todo bajo control, nada se le escapaba de las manos.
Hasta antes de la muerte de su marido no lo había visto, al menos eso pensaba, y ahora estaba ahí. Seguramente algún empleado de Jacobo en su época en la Alcaldía o de ella en sus tiempos en el Juzgado, pensó. Al fin y al cabo, ambos eran muy conocidos en la ciudad.
Al día siguiente, reunida con sus amigas más íntimas les comentó sobre la presencia de ese hombre, lo describió físicamente y la sensación que le producía: —tiene una mirada inquietante, me observaba fijamente, es como si me conociera ya, pero no logro recordar si en realidad lo conocí en algún momento. Sus amigas no le dieron la mayor importancia.
Pasó otro día y, luego del oficio religioso, ella se percató de que ahí estaba él nuevamente, sentado en la última fila, no hizo ningún esfuerzo por acercarse a ella y saludarla. Ella rápidamente le dijo a una de sus amigas, —anda tú y trata de averiguar quién es—, mientras Cecilia atendía a la gente que se acercaba a saludarla.
Justo cuando la amiga se dirigía hacia él, éste se percató y rápidamente salió del templo y caminó hasta un vehículo color azul; ella no alcanzó a mirar la placa. Esta actitud fue una señal de alarma, pero no le comentaría nada a la ya aprehensiva Cecilia. No volvió a aparecer más durante las siguientes misas.
Días más tarde, Cecilia se encontraba en la fila de la caja del supermercado para pagar la compra y vio cómo el hombre misterioso entraba al establecimiento, se percató de su presencia, la miró fijamente y siguió adelante; esta vez tampoco le habló. Ella pagó y caminó rápidamente hasta su automóvil.
—¿Dónde lo he visto?, ¿será que lo conozco o son ideas mías? Pensó mientras se dirigía a su casa.
Las semanas siguientes Cecilia se dedicó a hacer un inventario en su casa antes de la venta: embalar cosas, regalar otras, estaba decidida a dejarla lo antes posible. Varias personas habían visto la propiedad y solo esperaba una respuesta de opción a compra para cerrar el negocio.
Durante este período, en diversas ocasiones sonaba el teléfono en horas de la noche ella respondía y escuchaba desde el otro lado una respiración, sin que nadie hablara. Pero una noche, alterada lanzó una amenaza:
—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué fastidia? Ya deje de molestar o averiguaré de dónde llama. Yo puedo y tengo como hacerlo.
Cecilia comenzaba a sentirse nerviosa, inquieta y en más de una oportunidad volvió a ver al hombre que la miraba desde la calle.
—¿Será el mismo del funeral? pensaba en ocasiones. Habló con el vigilante de la mansión para que hiciera guardia en la noche en el jardín y diera vueltas a ver si lo veía, sin ningún resultado.
Su nerviosismo e impotencia aumentaron al ver que nadie le prestaba atención: ni sus hijos, ni sus amigas. Dormía muy poco y muy mal. Una de sus amigas le recomendó buscar ayuda psicológica, además del duelo por la muerte de su marido se sumaba la idea de que alguien estaba atormentándola por alguna razón: el hombre misterioso del funeral; el hombre desde la calle ¿era la misma persona?; Durante una sesión con la psicóloga, Cecilia le comentó estos eventos y su temor; la terapeuta le dijo:
—Tal vez son hechos sin ninguna conexión; me refiero al hombre del funeral y el que usted observa desde su ventana. ¿Antes de la muerte de su esposo no había sucedido nada de lo que me comenta?
—Ya sé por dónde viene doctora. Créame que no son ideas mías, algo raro está sucediendo. No son suposiciones, ni tiene que ver con que tenga miedo porque Jacobo no está, es que estos eventos no habían ocurrido antes.
La especialista le recomendó descansar o incluso hacer un viaje e irse unos días de la ciudad. A ella le parecía lo más inoportuno del mundo por la venta inminente de su propiedad.
—¿Por qué alguien querría atormentarla?, ¿su marido o usted han tenido algún problema o inconveniente con alguien? ¿Su marido tenía algún enemigo?
—No, en realidad no. Jacobo era más bueno que el pan.
Esa última pregunta de la especialista quedó martillándole en la cabeza ¿Por qué alguien querría atormentarme?
En esos días de soledad e inventario se topó en su estudio con un cajón lleno de documentos de los casos más difíciles y exitosos a lo largo de su carrera y se preguntó si ese hombre misterioso tendría que ver con algún caso que ella había dirigido como jueza, —¿será alguien que quiere vengarse por algo?
Obsesivamente comenzó a repasar los procesos que llevó a cabo, buscando el enemigo oculto que la estaba atormentando y quería vengarse. No lograba encajar la pieza del rompecabezas que la atormentaba.
Siguiendo los consejos de la especialista, empezó por cambiar sus rutinas y salir menos de su casa. Ya no iba ella a hacer la compra, enviaba a la criada al supermercado; se veía en días distintos con sus amigas. Luego viajó unos días a ver a sus hijos y regresó renovada, más sosegada.
La noticia de la venta inminente de la propiedad y la fecha de entrada del nuevo dueño la llenaban también de sosiego. No había compartido con nadie, excepto con sus hijos, la noticia de la venta del inmueble, ni el lugar dónde se mudaría, por el momento prefería no hacerlo del dominio de sus allegados.
Bajó la guardia, las llamadas habían cesado, al hombre misterioso de la calle ya no lo había vuelto a ver, tampoco el del funeral; había retomado la calma.
Una noche regresando sola de un evento de la fundación que dirigía, su automóvil comenzó a fallar hasta detenerse por completo. Intentó encenderlo repetidamente y nada. Buscó en su bolso el teléfono celular para llamar al seguro y que enviaran lo más pronto posible una grúa y se percató entonces que lo había olvidado en casa; la asaltó el pánico.
Su respiración y pulso estaban acelerados. Nunca había experimentado una situación similar porque siempre estaba Jacobo para protegerla y auxiliarla. Le pidió a su marido protección en ese momento de angustia, mientras aferrada al volante rezaba con los ojos cerrados. Al abrirlos ahí estaba frente a ella, el hombre del funeral, como una aparición.
Sintió su mirada como un puñal; el mismo que tal vez tendría para atacarla.
El miedo la paralizó por segundos. En esa calle oscura y desolada se sentía a merced de su verdugo. Continuó rezando con más fuerza y pidiendo que alguien pasara por la vía y la salvara. Él se acercó hasta su puerta. Ella comenzó a gritar desesperada.
El colocó sus manos al frente sin tocar el vidrio. Y alzó la voz
—No grites, no voy a hacerte daño, Cecilia. Tranquilízate.
Cecilia no escuchaba. Continuó gritando y pidiendo auxilio desesperadamente.
—Cecilia, por favor, escucha, abre la puerta.
Ella estaba en shock. Gritaba con la vista fija al frente, como ausente.
—Con el ímpetu del desesperado, le dijo: ¡carajo! Cecilia soy yo, no es posible que no me recuerdes, que no me reconozcas, soy yo, Leonardo Izaguirre.
—Histérica Cecilia continuaba gritando. No escuchó su nombre, tampoco lo reconoció.
Un vehículo se aproximaba desde el lado contrario. Él se colocó en medio de la vía. El conductor se bajó. Era uno de los colaboradores más cercanos de la Fundación.
—Por favor ayúdela, se accidentó el vehículo, intento hablarle para ayudarla, pero cree que voy a hacerle daño. ¿Usted la conoce?
—Sí, soy su empleado en la Fundación, no se preocupe.
Cecilia al ver a su empleado dejó de gritar, se sentía a salvo.
Leonardo pasó frente al vehículo sin dejar de mirarla, con la triste resignación del que ha sido olvidado, del no reconocido, del invisible.
Cecilia había sido una escuela, un reto, una conquista a pulso, y al mismo tiempo su primera gran pérdida: la primera mujer que realmente amó en su juventud, la que le superaba en años, en experiencia. Era en teoría inalcanzable: su jefe, casada, y con una fama de correcta. Él era un becario que aprendía el oficio. Sus encuentros fueron pocos, pero los suficientes como para que él se enamorara y peligrosos como para que ella se encargara de enviarlo lejos y fuera de su alcance a otra ciudad.
Cecilia lo siguió con la mirada y en medio de la oscuridad logró ver el mechón blanco en forma de nube en su cabello. Esa nube que había acariciado y había hecho evaporar de su vida. Un escalofrío recorrió su cuerpo y el pasado se le echó encima como un balde de agua fría. Lo había reconocido, —¡Carajo!, es él, Leonardo—, su única infidelidad, el único cabo suelto de su vida: un peligro.
Leonardo continuó caminando, como un fantasma, como un inoportuno aparecido. Ella lo había matado en vida, lo había enterrado en su memoria, pensó. Él también era un difunto, como Jacobo.
Narsa Silva
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
- El chico bueno de Jean Claude Fonder
- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
- Los difuntos de Narsa Silva
- La piedra de Silvia Zanetto
- Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes de Raffaella Bolletti
- Noche de tempestad de Maria Victoria Santoyo Abril
- Semana Santa de Iris Menegoz
- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
- Cambio climático de Adriana Langtry
- El libro quisquilloso de Graziella Boffini
- El agujero negro de Adriana Langtry
- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
La piedra

— “No lo vas a hacer de verdad” —me dice, fingiendo una sonrisa que se deshace en una mueca —“No serás capaz”.
Es una piedra áspera, ovalada, con venas grises. Es demasiado pesada para mí: me cuesta un esfuerzo descomunal levantarla. Con una piedra así podría hasta matarla, a Myrna.
Veo relampaguear el miedo en sus ojos redondos, casi siempre inexpresivos, y me gusta. Ya lo sé que Myrna tiene toda la razón, es justamente por eso que la odio.
No hay otros niños en el patio hoy, un aire asfixiante y húmedo nos aprieta en esta tarde de inicio de verano. El distrito industrial no está lejos y el olor a azufre de las fábricas cercanas nos alcanza.
Myrna y yo nunca hemos sido amigas, ni antes de que me dijera eso: creo que a ella le irritaban mi exagerada delgadez y mi carácter huraño, como a mí me molestaban su cuerpo gordito y su alegre locuacidad: por aquel entonces, no sospechaba lo que le pasaría, y que no tendría motivos para estar tan contenta.
Ver el susto en su mirada me alegra. La piedra es tan gruesa que casi no puedo seguir sosteniéndola, pero la cólera vuelve vigorosos mis brazos sutiles. Inspiro el olor a azufre y ahora me siento invencible. Se lo merece todo. Se lo merece por su cara redonda, por su pelo oscuro demasiado corto, por sus vestiditos ajustados que parecen robados a una hermana menor. Pero sobre todo por decirme eso.
De repente, los ojitos negros de Myrna se cierran y su boca se abre de par en par: un chillido agudísimo rompe el silencio.
Todo mi cuerpo tiembla de rabia, la piedra áspera y pesada me agota los brazos. La madre de Myrna se asoma a la puerta. Está embarazada, lleva un vestido rojo de flores, sin mangas, que deja descubiertos sus brazos rollizos. Observa a su hija, que ahora llora desconsolada, luego me mira a mí: me clava la mirada en los ojos y se queda callada.
Ella sí que es fea. Tiene el mismo pelo corto y moreno que su hija, la misma cara redonda de ojos insípidos. Ella es fea, y no mi madre.
—¿Qué pasa, niñas? —La madre de Myrna se acerca lentamente, intentando sonreír. Mira primero mi cara y luego mis manos, que siguen sosteniendo la piedra. Una piedra tan gruesa y tan pesada que podría matar a su hija.
—¿No queréis decírmelo? —la mujer habla en plural, pero se dirige solo a mí.
—¡Myrna ha dicho que mi madre es fea! —exploto, rompiendo a llorar.
—¡Sí, es fea, es feísima! ¡Está siempre enfadada, y no sonríe nunca! —grita Myrna.
Ya sé que Myrna tiene toda la razón y la piedra se me cae de las manos.
En noviembre, Myrna murió, abatida por una leucemia fulminante. Tenía nueve años. Todo el pueblo asistió a su entierro, y nosotros fuimos a la iglesia con las maestras, alineados de dos en dos. Todas las niñas lloraban, menos yo.
Yo pensaba en la piedra que no le había lanzado y en los pocos meses que ella había vivido después. Ella habría muerto, en cualquier caso, y me parecía justo que Dios la arrugara y tirara rápidamente, como si fuera un dibujo malogrado. Sí, era justo que Myrna muriera, era demasiado sincera y aguda en reconocer la auténtica naturaleza de las personas, un testigo incómodo de la inquietud que me sacudía como un viento rabioso: la herencia de mi madre que yo no quería aceptar.
Myrna habría muerto, en cualquier caso.
Al salir de la iglesia, con los ojos bajos, vi un guijarro y lo pateé.
Era una pequeña piedra áspera, ovalada, con venas grises.
Silvia Zanetto
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
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Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes

Lo encontraron así, sentado en el suelo, la espalda apoyada al único árbol cerca de las ruinas fantasmales del castillo que siglos antes había dominado el valle. Parecía mirar al pueblo que se extendía abajo. Incluso sonreía. Como casi siempre, llevaba una camisa de cuadros, vaqueros verde oscuro y zapatos de montaña. Sus manos descansaban en su regazo, apoyadas sobre un pequeño cuaderno que parecía estar esperando a que alguien lo leyera. Ahí había un perro, acostado sobre sus pies, como si quisiera protegerlo. Su nombre era Pablo y tenía sólo treinta años.
Todos en el valle conocían a Pablo, por ser el único nieto de Faustino y Magali, un chico muy educado, respetuoso, pero no muy sociable, a menudo ensimismado, concentrado en sus pensamientos.
El cuaderno que tenía en su regazo se titulaba “En construcción”. Pablo había descrito allí algunos momentos de su vida.
En la primera página se leía:
“Quisiera explicarles a los que lean este diario que el título se refiere a mi vida, una nueva vida para empezar de cero”.
A continuación, empezaban los recuerdos:
—Aquel día abandoné el camino marcado para adentrarme en el bosque inmerso en mi universo, la mirada febril revelando que mi cabeza estaba sometida a su habitual borrasca de pensamientos. Al principio del otoño solía dar este paseo dos veces por semana. Los tonos ocres de los árboles y las hojas caídas al suelo eran para mí motivo para reflexionar y recordar.
Me daba cuenta de que me hacía daño recordar el hecho que cambió mi vida, pero necesitaba aferrarme a los recuerdos. Como aquella mañana, cuando el teléfono sonó a las cuatro. Una voz femenina tras preguntar mi nombre, intentando articular una frase para que no fuera demasiado brutal, se presentó: “Urgencias del Hospital Universitario”. Lamento informarle que sus padres sufrieron un accidente de tráfico y, de momento, están ingresados en la UCI en estado grave. Mis padres fallecieron con pocas horas de diferencia dejándome solo. Fueron enterrados en el pequeño cementerio del pueblo donde nacieron, cerca de las ruinas del castillo. Yo tenía 19 años.
Desde entonces todo empeoró para mí. Ni ganas de asistir a clase, ni ganas de salir con los amigos.
Hasta esa noche había vivido con mis padres en un pequeño apartamento en una buena zona de la ciudad de Palencia. Mi madre era peluquera y mi padre asesor inmobiliario. Yo asistía al segundo año de bachillerato en Humanidades y soñaba con ser médico veterinario; entonces, al finalizar el curso, una vez superada la prueba de acceso a la Universidad y al tener bastantes créditos, tras realizar la selectividad, me matricularía en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Santiago de Compostela. Me encantaba el hecho de poder ser un profesional capaz de prevenir, diagnosticar y tratar las enfermedades de los animales, controlar su reproducción, obtener productos de origen animal vigilando el cumplimiento de la normativa en bienestar animal, identificar riesgos emergentes y conocer y aplicar las disposiciones legales. Desde que era muy pequeño, siempre había deseado tener un perro. Desafortunadamente, no obstante mi insistencia, nunca logré realizar ese deseo. Mis padres siempre se habían negado a tener animales en casa.
A pesar del dolor por lo sucedido, empecé de nuevo a estudiar mucho para alcanzar mi objetivo. Terminé mis estudios de secundaria y obtuve el Bachillerato. Pero ahora todo estaba más complicado. Los ahorros de mis padres iban acabándose.
De momento tenía que aplazar mi carrera universitaria. Decidí vender el apartamento en la ciudad y me fui a vivir a la casa de campo, a una bonita finca, sin vecinos y bastante aislada, que había pertenecido a mis abuelos y que llevaba años deshabitada.
Al anochecer de aquel viernes de fin de octubre, llegué al pueblo. El estanque y el cañaveral todavía estaban allí exactamente iguales a como los recordaba.
La apariencia campestre de la casa, las paredes cubiertas de hiedra hasta el techo me inspiraban una profunda sensación de paz. ¡Precisamente lo que necesitaba! La viña abandonada desde hacía años mostraba sus hojas color óxido y algunos racimos de uva negra.
Pero al levantarme, la mañana siguiente, fue como si la casa tuviera un aspecto extraño, las paredes estaban llenas de grietas, algunas ventanas rotas, parecía tan cambiada que me daba escalofríos y mis pisadas en el suelo de madera resonaban con vibraciones lúgubres, casi peligrosas. Pensé que sólo era un mal presentimiento debido al cansancio del viaje y a la noche pasada en vela.
Pasaron algunos meses y yo empezaba a apreciar ese valle. Su caserío se extendía a los pies de las ruinas fantasmales de un castillo al que se llegaba cruzando un puente, el llamado Puente del Diablo, sobre un pequeño río. El pueblo casi desierto con casas de adobe semiderruidas contaba con más o menos 80 habitantes. Finalmente adopté un cachorro, destinado a la perrera, al que le puse el nombre de Moisés. De hecho, como él, separaba mi vida en dos. La de ayer, la del duelo y la de ahora, en construcción. Me había aislado para olvidar, pero seguía mirando hacia atrás, recordando. La vida no dejaría de doler jamás.
El progreso desenfrenado de la ciudad parecía no haber llegado todavía a ese valle; la vida transcurría tranquilamente y las úlceras por estrés aún no habían aparecido. Estaba lejos de las peleas de la ciudad, del tráfico, del ruido y del conjunto de apartamentos, donde las relaciones entre los vecinos se habían vuelto cada vez más difíciles. A este respecto, me acordé de cuando habían abierto una cafetería, justo debajo de mi casa, y desde entonces las noches se habían convertido en un infierno. Las risas llegaban desde el bar y un bullicio de ciclomotores hería el aire. Los vecinos habían llamado repetidamente a la policía, pero sin éxito. Yo no podía dormir y descansar de una manera apropiada para enfrentar un nuevo día en el colegio. Además, ese año tenía exámenes de bachillerato. Una noche, exasperado por el ruido, mi padre lanzó unos cubos de agua hacia abajo. A la mañana siguiente alguien había escrito en la puerta principal: «Hijo de puta, ten cuidado. ¡La pagarás!. Pero mi padre no le tenía miedo a nadie y siguió tirando cubos de agua. Todo se repetía noche tras noche. Considerando que el dueño del bar vivía en el mismo edificio se procedió a convocar una junta de vecinos, que se transformó pronto en una guerra de insultos y de “tú a mí no me gritas”, y en la que no se logró nada. Pobre papa. Él no aguantaba más esa situación. ¡Ojalá nos hubiéramos mudado antes!
Pocos años más tarde, no estaba todavía en condiciones de enfrentar el mundo, pero me había acostumbrado un poco a la nueva situación, a mi nuevo estilo de vida. Todo mi cuerpo estaba disfrutando nuevas sensaciones. El oído había aprendido a escuchar el sonido del río, el lenguaje de los animales, la nariz aprendió a distinguir los diferentes perfumes de los árboles, reconociéndolos; los ojos apreciaban los colores del valle, los verdes, los amarillos; las manos sentían el picor de las hierbas, de las ortigas o el terciopelo de algunas hojas y de los hongos. Mi paladar apreciaba los sabores un poco salvajes del campo. A veces, ayudaba a los campesinos en pequeños trabajos rurales y, poco a poco, abandoné mi sueño de ser veterinario. Ahora tenía a Moisés conmigo, un excelente compañero durante los largos paseos que seguía dando también por la noche y que me tranquilizaban.
Me dediqué al cultivo de plantas y esencias aromáticas: albahaca, romero, hierbabuena y tomillo, entre otras, y cada vez que iba de visita al cementerio llevaba un manojo a las tumbas de mis padres, para que los perfumes llegaran a ellos dondequiera que estuvieran. Iba a menudo a ese lugar, y cada vez, al cruzar el Puente del Diablo, me parecía atravesar uno de esos puentes suspendidos, los así llamados puentes tibetanos, y tenía la sensación de caer en el vacío, precipitando en el pasado.
Pero, entonces, sucedió algo. Los ancianos del pueblo me habían advertido. “No te vayas muy lejos por la noche, no es seguro, mejor que te quedes con nosotros jugando a las cartas”. Una noche, mientras caminaba por el sendero, tuve una extraña impresión. Sentí como si me hubiera quedado completamente sordo, todo a mi alrededor estaba en silencio. No podía oír los ruidos habituales de la noche, los gritos de los animales nocturnos. Las hojas secas ya no crujían bajo mis pies. Era una noche de finales de agosto, sin luna, pero con muchas estrellas. De pronto me pareció ver una sombra. Me detuve preocupado y la vi. Estaba allí. Pequeña, delgada, un poco jorobada, vestida de negro y con una masa de pelo todo blanco. Su cara estaba surcada por arrugas profundas, su mentón era puntiagudo y su nariz delgada y estrecha. Sabía quién era. Me lo habían dicho. La vieja del pueblo, una pobre anciana, sin hogar, que por la noche caminaba por las casas en busca de algo para comer a cambio de cuentos de miedo. Pero a mí me parecía una bruja. “Siéntate a mi lado”, me dijo “y escucha con atención. Recibirás una invitación para el baile de fin de agosto. ¡No dejes que te tiente! Es muy peligroso.” Se levantó y se fue rápido.
En efecto, algunos días después una chica del pueblo me entregó una invitación con los detalles sobre cómo llegar a la granja donde tendría lugar la fiesta. Lo pensé mucho y, a pesar de todo, decidí ir. Un poco de diversión me habría venido bien. Aquella noche del 31 de agosto, llevando unos vaqueros y una camisa de cuadros, salí de mi casa y me dirigí a la granja. De vez en cuando, una ráfaga de viento se convertía en silbidos que parecían gemidos entre las ramas. Al cabo de media hora vi, no muy lejos, un campo de cultivo y la silueta de una casa.
“Lo dije, yo. He llegado”. Seguí caminando hacia la tenue luz de la ventana mientras un triste sonido de instrumentos musicales flotaba en el aire. Pero era una música que me ponía la piel de gallina. De repente, la puerta se abrió y a la luz rojiza y parpadeante de las antorchas que colgaban de la pared, vislumbré una sala poco iluminada y llena de humo donde numerosas figuras bailaban al son de una triste melodía que erizaba la piel.
Entré y dije “Buenas noches a todos”. Mi entrada pasó desapercibida, como si nadie se hubiera fijado en mí. Me pregunté si había tropezado con una fiesta privada en la que un extraño no era bienvenido, pero qué raro, tenía una invitación. Me armé de ánimo y saqué a bailar a una chica que se dejó arrastrar por la danza. Me quedé callado, una extraña sensación me invadió, la chica parecía tan fría como el mármol.
Entonces la música enmudeció y todas las figuras presentes me rodearon y aplaudiendo rítmicamente me dijeron que ya podía bailar solo, que ahora era uno de ellos. Un fantasma sin fuerza.
En ese momento los reconocí. Los vecinos del pueblo, mejor los muertos del pueblo. Me largué lo más deprisa posible de allí, corriendo crucé el Puente del Diablo y llegué aquí. Aquí, donde alguien me encontrará, sentado en el suelo, con mi cuaderno, porque ahora lo sé, yo también he muerto al morir mis padres.
Al día siguiente lo encontraron así, sentado en el suelo.
A su lado, un manojo de hierbas aromáticas desprendía su perfume.
El perro Moisés ladrando a una luna invisible.
Los que leyeron el diario estimaron que su contenido era lo bastante interesante como para darlo a conocer.
En recuerdo de Pablo.
Raffaella Bolletti
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
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Noche de tempestad

Lo habían planeado con cuidado meses atrás a fin de que todo saliera a la perfección y fuera una partida de caza inolvidable.
Cada uno de los cazadores llevaba sus mejores sabuesos y los de don Heliodoro eran de lo mejor. Caminaron por las montañas, estuvieron al acecho, los perros siguieron pistas, persiguieron a sus presas y al final del día, con el cielo lleno de nubarrones, los amigos se dispersaron.
A Heliodoro, las condiciones meteorológicas no le daban tiempo para volver a su casa en el pueblo y por ello decidió alojarse esa noche en la casa de campo semiabandonada. Después de una cena frugal y rendido por el cansancio y las emociones del día, mientras arreciaba la lluvia, se encerró con sus perros en espera del nuevo día.
La casa aislada ya estaba envuelta en la oscuridad, la tempestad arreció, pero de pronto los perros echaron a ladrar insistentes y entre el chapoteo del aguacero y los truenos, oyó golpes y voces en el portón, cada vez más apremiantes. ”Don Heliodoro, don Heliodorito ¡deme usted posada!.”.. A sus asombrados ojos se presentó un hombrazo que años atrás había visto, cuando aún vivía su padre, quien consideraba la hospitalidad un deber y que por lo tanto siempre acogía a los peregrinos que por allí pasaran. Las habitaciones externas estaban vacías, como el resto de la casona.
Reconoció la transparencia enloquecida de los ojos clarísimos del hombre a quien llamaban “ojos de serpiente”, también porque tenía el don de manipular reptiles y gusanos venenosos, sin que le hicieran daño y los llevaba consigo, en el cuello, en los brazos, entre los bolsillos….
Los perros dejaron de ladrar, olfatearon al hombre y, ya confiados, se echaron a dormir.
La noche pasó entre relámpagos, cada vez menos frecuentes, la lluvia amainó y la noche se llenó de susurros, chapoteos lejanos, silencios aislados.
A la mañana siguiente, la habitación del huésped estaba desierta. No había huellas de pisadas, ni charcos de agua de lluvia, ni fango. Sólo olor a yerbabuena.
Maria Victoria Santoyo Abril
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Semana santa

Mi padre era comunista.
Mi madre era agnóstica. Pero no lo sabía.
Mi hermana, 17 años. Guapísima. Piel suave, carne tierna y generosa lo justo, los ojos verdes heno de mi padre, se dedicaba a disfrutar de su vida y a tener a raya a los innumerables admiradores.
Yo, 10 años, silueta de fósforo de madera apagado. Pelo negro, liso, encarcelado por una pinza que mi mamá, ingenua piedad, intentaba embellecer con un lazo de seda blanco (que yo odiaba) encima de mi cabeza.
Hasta mi primera infancia sentí el encanto de la iglesia y de la religión.
En 1954 hice mi primera comunión. El vestido de encaje S. Gallo, había sido de una prima. Mi cabeza estaba adornada por un gorrito de seda blanca enmarcado con pequeñas flores y del que volaba un corto velo. Todo eso fue tomado prestado a mi prima Lucía que nos recomendó encarecidamente cuidarlo, porque se trataba de un recuerdo de su boda.
¡Yo así vestida parecía una novia enana! Exactamente lo contrario de la silueta etérea de mi hermana (aún tengo la foto), que en 1949 hizo su primera comunión llevando un vestido muy sencillo, hecho por mi mamá, utilizando la seda de un paracaídas americano, de la guerra recién terminada.
Iba a misa cada domingo. Comulgaba, me gustaba la música del órgano, cantaba los cantos sagrados, en un latín muy improbable. Me gustaba el olor del incienso. Olor inquieto de la espiritualidad. Nunca comía carne los viernes, hacía ejercicios espirituales. (Por ejemplo, no hablar por dos días).
Una tarde, durante la cena, en uno de los días de mi silencio, mamá me preguntó.
¿Cariño no es que estás planeando hacerte monja?
Yo no pude responder, fiel a mi pacto silencioso.
Mi padre levantó la cara de su plato y, mirándome con sus ojos de heno dijo.
¡Pasa, mi amor, pasa, tarde o temprano pasa!
El domingo de Ramos siempre traía una rama de olivo que mi madre, por costumbre, ponía sobre el cuadro redondo que reproducía la Sagrada Familia. Una de las pocas pinturas que el maestro Michelangelo pintó con ese tema, y de la que mi madre compró esa barata réplica, justo por esa razón.
El día de Pascua significaba quitarse, con alivio, la camiseta de lana que picaba horriblemente e ir a la misa con un vestido nuevo. Mejor dicho, con un vestido de mi hermana, readaptado. El día de Pascua significaba también esperar el huevo de chocolate de la tía Juana. Que no siempre llegaba.
Pasaron los años. A los dieciséis me enamoré como una loca.
Perdí mi inocencia y con esa la fe.
Iris Menegoz
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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Gruta en Patagonia

Dedicado a mi mejor amiga que ni se acuerda de mí
¿Dónde está el peligro?
¿En el puma que puede comerte?
¿En el hecho de perderse?
¿En el pensar como el escritor (todos lo habíamos leído): pero que hago yo aquí?
¿Dándome cuenta de que, aunque me aplicara en algo, nunca llegaré a ser Miguel Ángel?
¿En el olvido?
O finalmente ¿cuál es el peligro más grande: creerse todas las historias que te cuentan y encima aún peor no creérselas?
En Patagonia hay unas grutas que los arqueólogos descubrieron que fueron habitaciones primitivas, en particular una de ellas apodada “la cueva de las manos” y podemos considerarla “la Cappella Sistina – la Capilla Sixtina del sur de América”.
Tiene, más o menos, y por qué ser tan precisos con números tan dilatados, unos diez mil años.
Y de verdad es impresionante, muy bien conservada. Patrimonio Unesco de la Humanidad 1999.
Personalmente, yo le insistí tanto a mi pobre novio con esa gruta tan especial que al final eligió Argentina y no, como casi todos nosotros europeos, Estados Unidos como su primer viaje al continente americano.
Lo convencí de la belleza de Argentina hablando de glaciares, de cóndores, del mate, de los ríos llenos de peces transformables en pescado (su deporte preferido), los pumas, las milanesas de guanaco, el dedo del Cerro que fuma Fitz Roy, el Chaltén inconquistable y fascinante, las ballenas, el chimichurri, el aire puro, la gentileza de los habitantes, el tango, el asado de cordero además de todos los lugares comunes, pero lo que me interesaba a mí era sobre todo o, mejor dicho, casi únicamente, la gruta (aparte obviamente del dulce de leche que fue la parte más sabrosa, pero no lo conocía antes.
En realidad, las grutas son más de una, hay muchas, no sabría cuántas, en común tienen que todas se encuentran en el medio de la nada, y por otra parte ya la Patagonia entera un europeo la considera alejada de todo. Es vasta, no, mejor dicho, es enorme, con espacios inimaginables aquí en Europa.
Para nosotros, que estamos acostumbrados a vivir enlatados como sardinas en nuestro pequeño coche esperando que el semáforo cambie al verde, tanto espacio nos da casi miedo o al menos una idea de extrañeza, de incongruencia.
El sol brillaba limpio y sin demasiado calor. Todo era perfecto.
Aparcamos y descendimos del todoterreno. No había nadie, aparte de nosotros tres: mi novio, el chofer (todos nos aconsejaron ir con un conductor para no perderse en esos espacios infinitos, sin carteles, indicaciones, otros turistas, buses, tiendas de recuerdos y nada de lo que da un aire turístico a un lugar) y yo, obviamente.
De las que hay, nosotros tuvimos la posibilidad de visitar dos grutas; nuestros tatarabuelos y sus tatarabuelos vivían allá. Y pintaron esto. Esta maravilla.
Me imagino su vida cotidiana:
cazar unos guanacos
hacer fuego
no dejarse comer por el puma (eso lo veo más como una prioridad)
más o menos lo mismo que:
hacer las compras en el supermercado
ir al trabajo
encontrar un aparcamiento
Es lo nuestro actualizado, trasladado desde hace miles y miles de años a nuestros días.
“Pagué”, como recompensa por la visita a las grutas, con la solemne promesa a mi novio de que lo habría acompañado a ir de pesca con el guía los días siguientes.
Entramos.
Después de dos minutos adentro de la gruta, ambos aburridos (mi novio porque quería encontrar y seguir huellas de unos pumas en el suelo afuera de la gruta y el guía por haberlas visto ya más de cien veces acompañando a los turistas precedentes), los dos se fueron a pasear afuera de la gruta, bajo un sol insistente pero agradable.
Estaba intentando sacar todas las fotografías posibles disfrutando al máximo de la luz que entraba desde afuera, ya que el interior estaba completamente a oscuras, sabiendo que dentro de poco, según yo, y dentro de unas horas interminables, según ellos dos, me habrían pedido regresar al hotel, ya pregustando una ducha, la cena y la aventura de la pesca en el río más lindo del mundo programada para el día siguiente, que seguramente le interesaba más que un hueco a oscuras en el medio de la nada a los pies de una montaña sin nombre.
Por lo que podía ver esa gruta estaba pintada por completo; había animales, seres humanos, escenas de caza, de familia o de comunidad, manos pequeñas, más grandes, colores diferentes, escenas de la vida cotidiana y otras que no comprendía.
Me emocionaban las pinturas, e incluso siendo una persona inteligente y racional estaba deseando hablar con uno de ellos; sí, de verdad, me habría gustado muchísimo poder confrontarme con uno de ellos. ¿Qué le habría preguntado en primer lugar?
Seguro le habría preguntado si pintaban celebrando a Dios, a la vida, a la naturaleza, para festejar un éxito de caza del grupo, lo que había estudiado con la profesora Carla Crosta, lo que estaba escrito en el Hauser.
O si acaso para ellos quizás las pinturas eran casi una forma de tapizado ornamental para la gruta y nada más, en los días de lluvia o en los raros afortunados momentos de aburrimiento cuando el puma no tenía hambre y no los buscaba.
¡Deseo hablar con uno de vosotros! Pero por qué el tiempo corre en un único sentido? ¡yo debo hablaros! tengo muchas preguntas, ¿porqué pintasteis eso?
Lo reconocí por las espaldas, era un poco jorobado.
Se dio vuelta, era idéntico a su retrato pintado por Van Dyck, que vi en la exposición en Florencia en el 2008.
Michelangelo, el enorme Miguel Ángel, más bajito que yo.
—… pero ¿Qué haces aquí? —le pregunté dándome cuenta de comportarme de la misma manera que cuando encuentro una amiga en el mercado.
—Yo aprendí a pintar aquí, de niño me enseñaron a preparar los colores, mira el negro, por ejemplo, es carbón vegetal, se prepara con…
Lo interrumpí.
—No, escucha, no quiero hablar contigo de CÓMO se prepara el color, sino de…
Me di cuenta de que empezaba a subir la voz
—¿Por qué? ¿Tú cómo lo preparas el negro? — preguntó él mirándome con mucha calma.
—Yo compro los acrílicos en las tiendas de bellas artes y … no, te ruego, por favor, no quiero hablar de eso … escucha … escucha, tú, … tú que has visto a Dios, … porque tú, sí que lo has visto ¿verdad? … no aquí, en Roma …
Mi cuerpo inútil tenía un temblor innatural.
—No, en Roma el problema era que el Papa no quería pagarme del todo … no me acuerdo … ¿cómo se llamaba el Papa?
—¿Cómo que no te acuerdas? Julius II se llamaba, Julio segundo, he leído todas tus cartas … lo de la casa que te compraste al final en Florencia, pero no…
—Pues sí, sí Julio, el papa, pero no es importante.
Casi me enfadé:
—¿Cómo que no es importante? Fue uno de los hombres más importantes del renacimiento. Hemos estudiado todos los acontecimientos de aquel periodo. ¡Todo sobre ti, también!
—¿Estudiáis estos hechos en la escuela?
Casi gritando lo agredí:
—¿Cómo carajo has aprendido tú a pintar aquí?
Él seráfico:
—Nosotros los artistas nacemos, morimos y vivimos; todos tenemos una consciencia colectiva. ¿A ti no te parece ya haber estado aquí antes? a mí me gusta vivir aquí ahora…
—No no, seas lógico, intenta razonar, ¡esto es imposible!
Yo vivo en Abbiategrasso, estamos en 2015, estoy aquí con mi novio de vacaciones, nunca hasta ahora hemos estado en Argentina y tu no, no y no. Tú no es posible que vivas aquí ahora… ¡es simplemente imposible!
Desapareció.
Regresamos al hotel.
Nunca hablé con nadie de eso.
Por la noche comimos empanadas, cordero asado y flan de dulce de leche, muy rico de verdad.
Graziella Boffini
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
- El chico bueno de Jean Claude Fonder
- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
- Los difuntos de Narsa Silva
- La piedra de Silvia Zanetto
- Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes de Raffaella Bolletti
- Noche de tempestad de Maria Victoria Santoyo Abril
- Semana Santa de Iris Menegoz
- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
- Cambio climático de Adriana Langtry
- El libro quisquilloso de Graziella Boffini
- El agujero negro de Adriana Langtry
- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
Cambio climático

Un paisaje arrasado. El sendero sinuoso de piedra laja que conducía hasta el portón de la casa había desaparecido bajo las ráfagas de tierra. Nada quedaba de los arbustos de camelias que daban la bienvenida ni de los alegres canteros con los primeros alelíes. La fuerza del vendaval había sepultado el jardín bajo un magma de barro y hojarasca, ramas partidas, macetas rotas, plantas extirpadas. Algunas, mostraban al cielo plomizo sus raíces, madejas de filamentos enredados que se estiraban como pálidos corales, extraños organismos despabilados por la luz. Incluso el joven árbol de membrillo que ella había plantado semanas antes yacía tumbado a modo de balancín sobre las reposeras que, atropelladas una encima de otra, con los codos de madera desencajados sobre retazos de lona, parecían enormes langostas listas para saltar.
Si no hubiese sido por la llamada de la vecina, ella estaría todavía durmiendo sin enterarse de nada. Los blandos somníferos que el médico le había recetado resultaban tener efectos prolongados. Con el usual tono amistoso el hombre le había dicho que a su edad no tenía por qué preocuparse, al fin y al cabo sufría de un normal insomnio debido al cambio de clima estacional.
Ahora, en camisón y descalza, pegada al gran ventanal de la sala, la mujer observaba el desastre. En solo unas horas la furia del viento había destruido su tenaz labor de jardinera, enterrado el pequeño paraíso al que, desde su jubilación, había dedicado cuerpo y alma. Cómo es que no me di cuenta antes, se preguntó mientras con la manga desempañaba el vidrio del vaho exhalado por su boca. Un escalofrío le sacudió el cuerpo macizo apenas protegido por el camisón de flores.
Los ruidos en la cocina terminaron de despertarla. Se precipitó por la alfombra del pasillo. Su marido en pijama desenroscaba la cafetera italiana.
—¿Has escuchado el vendaval?
De espaldas en su conjunto rayado, el hombre buscaba la lata de café en el armario. Ella lo sacudió por el hombro. Sorprendido, él la miró como quien descubre una presencia fortuita. Enseguida esbozó una sonrisa y se quitó los tapones de cera de los oídos. Había comenzado a usarlos desde que su mujer inició con los problemas de sueño. Luego, por inercia o desmemoria, aquella solución transitoria se había consolidado en una costumbre.
—el-ven-da-val… —repitió ella articulando las sílabas como si estuviese hablando en una lengua incomprensible.
—¿Qué vendaval? —respondió el hombre. Por otro lado, lo sabía, su marido no tenía vocación de jardinero. Le gustaba disfrutar del verde, eso sí, hacer barbacoas, jugar con los nietos cuando eran pequeños. Pero desde hacía un tiempo, a cualquier hora del día se adormecía en la reposera bajo el aromo, a veces con un libro en el regazo o más frecuentemente con un vaso de bourbon. No, no era un jardinero, y por eso prefería el invierno a la primavera, porque no debía cortar el césped ni dar forma al ligustro, o como él mismo decía, porque no estaba obligado a ensuciarse con la tierra.
—¡Ven a ver!— exclamó ella volviendo de prisa hacia el ventanal de la sala— ha destruido el jardín
—¡Ven a ver!— volvió a gritar, de pie frente a los cristales corredizos. Estaba por abrirlos, pero sus manos temblaron. Se detuvo. Afuera, ante sus ojos, el panorama parecía mutar a cada instante. Algo vibraba, lo sentía, ahí mismo, en medio de los desechos orgánicos. El prado, las viejas reposeras, el sendero de bienvenida, todo aquello que una vez le era familiar ahora parecía adquirir nuevos contornos. El vendaval había arrasado la normalidad cotidiana y exhumado formas extrañas, quién sabe desde cuándo adormecidas, presencias que como las raíces salían por primera vez a la superficie y ahora se movían sin tapujos, transformando aquello que había sido un oasis en un jardín de prímulas negras.
El hombre estaba ahora a su lado, mordía una galleta y observaba la escena con aire desganado.
—Habrá que llamar a alguien que se ocupe del desastre —dijo sin alterar su tono, como si fuese el testimonio lejano de un triste y trágico acontecimiento, un terremoto en Afganistan, una nueva guerra en alguna parte del mundo, uno de esos asuntos que estaba acostumbrado a mirar en la pantalla pero que no le concernía. Ella seguía preguntándose cómo es que no se había dado cuenta antes.
Un vendaval a finales de invierno. ¿Era un hecho normal o solo otra de las emergencias causadas por el cambio climático? Tal vez, se dijo, habían dado la alerta en el telediario que ella nunca veía. Cómo es que su marido, siempre tan al corriente de noticias, no la advirtió.
—¡Mira!— exclamó la mujer indicando ahora la esquina del parque más cercana— algo se mueve por esos lados. En un montículo de ramas y de raíces boca arriba le pareció distinguir una maraña de grandes orugas que, desenroscándose las unas de las otras, se arrastraban hacia la casa. La mujer sin pensarlo, trabó el ventanal por dentro.
—No veo nada —respondió el hombre volviendo a la cocina de donde llegaba el gorgoteo del café, cuyo áspero aroma ya invadía la sala. Ella lo siguió, en camisón y descalza. Tiritaba. Al entrar en aquel refugio, cerró la puerta con llave.
—¿Qué haces?— preguntó el marido mientras se sentaba para saborear el primer sorbo de café amargo de la mañana.
—Nada…—respondió ella, en equilibrio sobre la silla en su intento de clausurar la única ventana del recinto. De reojo notó a los insectos trepar por la fachada— ya no podemos hacer nada.
Adriana Langtry
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
- Charco rojo de Silvia Zanetto
- El chico bueno de Jean Claude Fonder
- Estupenda criatura de Iris Menegoz
- Una historia peligrosa de Manila Claps
- Persecuciones de Maria Victoria Santoyo Abril
- Los difuntos de Narsa Silva
- La piedra de Silvia Zanetto
- Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes de Raffaella Bolletti
- Noche de tempestad de Maria Victoria Santoyo Abril
- Semana Santa de Iris Menegoz
- Gruta en Patagonie de Graziella Boffini
- Cambio climático de Adriana Langtry
- El libro quisquilloso de Graziella Boffini
- El agujero negro de Adriana Langtry
- De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo de Graziella Boffini
El libro quisquilloso

Al final lo encontraron.
Después de haber navegado por los 6 continentes, caminado por bosques y desiertos, entre nidos de espinas, en grutas protegidas por serpientes, sobre montañas cuya altitud no permitía la presencia del oxígeno, bajo el sol con 45° ya a la madrugada, deslizando sobre los hielos eternos, finalmente lo encontraron.
Con pies doloridos de tanto andar, espaldas ardientes por el sol ecuatorial y arrugas aumentadas por todos los vientos de la rosa de los vientos, con miembros, orejas y narices medio congelados por las temperaturas exageradamente minus zero bajo auroras boreales increíbles, todos se olvidaron de repente de todo el tiempo de la búsqueda, como una madre se olvida de los dolores del parto al ver a su hijo nato.
Todos los esfuerzos hechos ya no les pesaban, tanta era la felicidad de haberlo encontrado por fin. Y encima estaba en buenas condiciones.
Aquí estaba: el Libro.
El libro que contenía todas las respuestas; un tomo imponente, sabio y culto, prácticamente divino, por contraste se presentaba con una cubierta anónima, de cuero color del olvido, casi understated.
Se trataba de verdad del Libro del Bien y del Mal, de todos los saberes, que resumía todo lo conocido y encima todo lo incógnito de la humanidad, todos los porqués, todas las respuestas a todas las preguntas de la humanidad sobre la vida y la muerte.
Dejaron que la primera en examinarlo fuese Elvira, la más escéptica del grupo de investigación, que muchas veces en los pasados años fatigosos de búsqueda había subrayado los esfuerzos y la pena y había pensado abandonar el grupo, insistiendo más de una vez para que desistieran también los demás.
Se lo dejaron a ella de primera, casi para convencerla de la inmensa suerte que les había tocado.
Elvira tomó el Libro en sus manos delgadas, de mujer acostumbrada al lujo, hija consentida de familia rica, que siempre había trabajado solo intelectualmente. Primero que todo miró la cubierta. No puso dejar de opinar: «todos estos esfuerzos… ¿y este sería el libro perfecto del Bien y del Mal con todas las respuestas? ¿El libro que por su búsqueda me comió la juventud?
¡Miradlo que tiene una cubierta de libro en oferta en el discount olvidado en el sótano de los tatarabuelos!»
El libro, sintiéndose ofendido, se puso quisquilloso y convirtió sus páginas en lamas afiladísimas.
Todos los dedos de las manos de Elvira fueron cortados por completo, desprendiéndose de su cuerpo, y saltaron como lombrices escapando de una casa en llamas.
La sangre brotó copiosamente.
Elvira murió desangrada, a pesar de los tentativos de los presentes por salvarla.
La sangre siguió manando, litro tras litro, hasta empapar por completo todo el Libro, que quedó ilegible para siempre.
Graziella Boffini.
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El agujero negro

La casa de la abuela era el mundo. Un universo que se extendía profundo desde el zaguán azulejado hasta la cocina trasera, en una sucesión telescópica de salones y cuartos comunicantes que el dormitorio clausurado interrumpía, partiendo la casa en dos. Dicha habitación se encontraba entre la pieza de las tías y la que una vez había sido de mi madre. Y a diferencia de estas que se asomaban luminosas a los patios, el cuarto clausurado daba a un pasillo corto y techado que separaba el patio principal, rebosante de helechos, del segundo usado como tendedero. El cuarto clausurado tenía además una puerta vidriada cubierta por cortinas opacas que no dejaban entrar la luz ni escapar la mínima sombra. Siempre cerrada con llave, se erguía alta y rectangular como un patíbulo, justo enfrente a esa gruta húmeda y fría que era el baño.
En su complejidad, el pasadizo cubierto era lo que en nuestra infancia llamábamos el agujero negro. ¿Quién fue el primero en ponerle ese nombre? No recuerdo. Lo cierto es que en nuestros juegos, esa especie de embudo que dividía el planisferio doméstico, se convirtió de pronto en una frontera inquietante, zona estrecha y oscura, que había que sortear de prisa para alcanzar sanos y salvos una de las dos orillas de la casa, donde habitualmente encontrábamos cobijo. Corríamos a todo trapo, empujándonos, tropezando el uno con el otro, emitiendo chillidos de aves salvajes. Jadeantes, éramos un tropel de blusas y pantalones cortos que atropellaba el pasillo, una estampida de risas con muecas de llanto, de brazos, piernas, bocas excitadas por el olor punzante del peligro, y la piel erizada a causa del sudor frío que nos volvía víctima resbalosas de las imaginarias garras de un agujero negro sigiloso y voraz.
-A que no tienes coraje…- decía desafiante uno de la pandilla. Entonces, pisando firme la franja de baldosas rojas que rodeaba el patio, respirábamos hondo hasta que los pulmones de tan henchidos dolían y apretando los ojos, surcábamos como despavoridos gorriones aquel túnel techado, intentado burlar los mordiscos glaciales que por la puerta del baño trataban de devorarnos, y el acoso incesante de la órbita ciega que detrás de las cortinas opacas nos rechazaba y atraía como un imán.
Y así, en nuestros juegos de niños, el universo de la casa de la abuela se redujo a ese único centro: el pasadizo del cuarto clausurado. ¿Qué escondía en su interior aquella pieza? Nunca lo supe. Tal vez, como decían esquivos los mayores, cachivaches. Solo mi primo, ya pasados los años, siguió hablando de ruidos misteriosos, chasquidos de botellas rotas, de sollozos y de un lejano pariente que allí se había ahorcado y del que nadie nunca quiso hablar. Un mundo recluido en aquel agujero negro de la infancia. Algo que en ciertas noches, aún hoy no me deja dormir.
Adriana Langtry
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De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo

Un martes por la tarde, Eugenio se estaba aburriendo en su despacho así que con los compañeros de la oficina: Eulalio, Eufrasio, Ermenegildo, y Erasmo, intentaron organizar un partido de bowling. Lo comunicaron también a su supremo dirigente Hortensio, que al contrario de las previsiones (era conocido por su carácter difícil y asocial con sus subalternos) aceptó inmediatamente.
Se pusieron a decidir el día del desafío y, para ser más originales, habían decidido jugar divorciados versus casados.
El día de la competición se encontraron todos muy puntuales como un tren en Japón, a la hora convenida enfrente del Bowling, en la plaza Sancho Panza, entraron, notaron que no había nadie a parte de ellos esa noche en el bowling, pero eso no le quitaba las ganas del partido y, después de un par de cervecitas en el bar, sin dificultades formaron los dos equipos (solo era suficiente mirar el dedo anular de la mano izquierda) y empezaron a jugar.
Ese mismo día era el cumpleaños de Azulmarino, una de las pelotas más grandes del bowling, llamado así por ser del color del mar adentro y no solo por eso, también por su cinturón que había merecido con esmero, así que todas las pelotas del Bowling de Sancho Panza la estaban festejando todas juntas en alegría, algunas con sombreritos de papel rojo y oro, la mayor parte soplando por uno de sus tres agujeros esas trompetitas de noche vieja estilo «lengua de suegra».
Podéis imaginar el enojo de ser estorbados durante un celebración de cumpleaños para trabajar, un trabajo no reservado, no esperado, seguramente no bienvenido.
Cuando Azulmarino fue reclamando por la máquina que lo succionó en el mecanismo para presentarlo a los jugadores y los dedos índice, medio y pulgar de Eulalio penetraron en los tres orificios de Azulmarino, para ese último fue la gota que colma el vaso. Con un ágil movimiento le hizo una palanca y, en vez de ser lanzado él mismo en dirección de los pinos para derribarlos, fue Azulmarino el que, con una llave de judo (había practicado judo por largo tiempo) lanzó al pobre Eulalio y se fue a ganar un strike.
Así que los demás compañeros de Eulalio y su jefe se quedaron boquiabiertos al ver a Eulalio engullido por la boca oscura de la máquina del bowling hasta desaparecer en sus vísceras negras. Allá en el fondo no llegaban las luces alegres de neón del complejo de la fábrica del divertimiento.
No se sabe si Eulalio fue triturado por el mecanismo de los pinos, o devorado por un ogro escondido o si había un portal espacio – temporal en el hueco.
Lo único que es notorio es que el cuerpo del pobre Eulalio no se encontró nunca: ni esa noche ni en los días, semanas y meses futuros, ni entero ni en trozos, grandes ni pequeños.
La moraleja es, obviamente, que no irían al Bowling de la Plaza Sancho Panza el día 17 de noviembre porque Azulmarino y su compañeros prefieren festejar el cumple de Azulmarino en santa paz.
Graziella Boffini.
- Con los pies en el suelo de Inma Perez Rocha
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Relatos breves de JC
El chico bueno

La máquina de discos brillaba y exponía sin vergüenza su mecanismo lleno de discos de 45 revoluciones en la pequeña sala. Alrededor había mesas y sillas de aluminio, la mayoría ocupadas por grupos de muchachas jóvenes que consumían sabiamente zumos de frutas u otras bebidas no alcohólicas. Siempre había mucha gente, los chicos estaban de pie junto al bar con la camisa ampliamente abierta y las chicas llevaban vestidos ligeros ajustados a la cintura. La falda en general era ancha, la hacían girar cuando bailaban. Porque se bailaba en este pequeño local abierto desde la hora de salida de las escuelas. Los jóvenes tenían apenas dieciséis años.
Ese día, el local estaba casi lleno, el humo era denso, se fumaba mucho y hacía calor. El jukebox no paraba de funcionar, la máquina se comía las monedas, las parejas bailaban sin parar, «Twist and Shout» gritaba John Lennon y todos bailaban furiosamente.
Una pareja en el centro de la improvisada pista de baile ocupaba todo el espacio; un chico guapo, bronceado, pelo castaño y corto, pantalones anchos, ojos marrones radiantes hacía girar a una hermosa muchacha en un boogie woogie llamativo. Ella llevaba una amplia falda negra que no paraba de revolotear al ritmo de sus zapatos deportivos, una blusa negra, cabellos negros recogidos hacia atrás, un gran mechón hacia delante enmarcaba un rostro pálido con labios rojos y sensuales. Poco a poco, los otros se detuvieron para admirar a estos bailarines acrobáticos y tan brillantes. La canción terminó, les aplaudieron y las chicas lanzaron gritos agudos.
La máquina de discos eligió oportunamente I Can’t Stop Loving You de Ray Charles. Un slow; María rodeó tiernamente con sus brazos el cuello de Carlos, apoyó todo su cuerpo movido por el ritmo, sobre el torso musculoso de su compañero. Le gustaba bailar con él, pero apenas lo conocía. Las clases aún no eran mixtas. Se habían conocido en la fiesta de la escuela, la danza los había reunido y desde entonces los dos se veían algunas veces en la Esquinada, el local que estaba cerca de la escuela.
Carlos no era como los demás, siempre un poco distante, no fumaba, no le interesaba el fútbol, normalmente no bebía, era un buen alumno y por eso no era apreciado por sus compañeros. El baile era algo diferente, su madre le había hecho tomar clases, eso le gustaba y se veía. Le encantaba encontrarse con María en la Esquinada, así podía bailar con una chica de su edad, y ¡qué chica! Ella tenía un cuerpo perfecto, flexible y firme, que también sabía acariciar, como ahora. Carlos tenía miedo de que se acercara a su pelvis. Ella iba a saberlo. A María no le importaba, su cuerpo no obedecía a nada más que a la música, pegado a Carlos se balanceaba lascivamente. Al final del disco, de puntillas, ella besó amablemente a su amigo, le dio las gracias y rápidamente saludó a sus amigas y se fue.
Unas semanas más tarde, Lena una rubia alta que se parecía a Brigitte Bardot por el fular que rodeaba descuidadamente su pelo levantado en un enorme moño entró decidida en la clase de literatura, seguida por un grupo de chicas de las que María también formaba parte. Carlos miró asombrado, cuando Lena se sentó a su lado arremangando su minifalda. Una sonrisa irresistible atravesó el óvalo perfecto de su rostro. Susurró:
—¿Me permites?
Carlos asintió con la cabeza mientras los chicos de la clase lanzaban silbidos. Carlos siempre estaba sentado en primera fila solo, las chicas se instalaron naturalmente junto a él en la parte delantera de la clase.
La profesora anunció que de ahí en adelante las muchachas participarían en la clase de literatura, lo que desencadenó otras reacciones desagradables. Ella pidió silencio, los muchachos se callaron, la conocían, no era tacaña con sanciones despiadadas.
Mientras tanto, Lena había sacado un cuaderno, que parecía más un diario que una libreta. En cada página que hojeaba, se insertaba la foto de algún actor o cantante más o menos rodeada de flores y pequeños corazones de diversos colores. Abrió una nueva página, escribió la fecha y el título: “Curso de literatura” con su bonita escritura bien redonda y lo subrayó cuidadosamente con una regla. Se inclinó hacia él, un soplo de aire perfumado a verbena subió de su blusa.
—¿Me darías una foto tuya?, me gustaría dedicar esta página a mi nuevo compañero de pupitre. Una bonita en color, por favor.
Carlos la miró de nuevo, sin saber qué decir. Tenía el aspecto de una niña que había cometido una falta y que pedía perdón. La profesora lo miró con una mirada amenazadora. Era un hombre, así que solo podía ser culpable. Lena se enderezó con su orgullo inocente y le soltó con una mirada de reproche:
—Te esperaremos en la Esquinada después de clase.
Cuando Carlos entró, las cuatro chicas ya estaban sentadas en una mesa en el bar. Lena habló inmediatamente:
—Como puedes ver, todavía estamos vestidas como para ir a clase. A nuestros padres no les hemos dicho nada. Solo queríamos organizar una noche juntos para conocernos mejor, ahora que estamos en la misma clase y parece que tus amiguitos no nos aprecian. —dijo con una sonrisa carnívora. ¿Qué te parece este viernes a las ocho de la noche en este local, de vuelta antes de medianoche, por supuesto?
Carlos miró a María, ella giró la cabeza como para marcar su desacuerdo, Marta y Julia le dedicaron sus sonrisas impermeables. Él respondió que debía pedir permiso a su madre. Lena, que ya estaba de pie, soltó una carcajada espontánea y desvergonzada y lo besó en la boca.
—Hasta mañana, —dijo ella, y lo empujó hacia la puerta.
María la fulminó con la mirada.
—No lo trates así, Carlos es un buen chico.
—Eso es, quieres quedártelo para ti sola. ¿Es tu novio quizás? No. Bueno, pues la competición está abierta. Es un hijo de papá, uno de los mayores mercaderes de la ciudad. Nunca querrá a una chica como tú, una hija de nadie, la hija de un obrero.
María quiso abofetearla, pero su amiga Marta la retuvo. Entonces tomó su bolso y se fue dando un portazo furioso. Marta corrió detrás de ella.
La alcanzó fácilmente, era también muy deportiva. Un poco más adelante, María se detuvo y se sentó en un banco. Marta se unió a ella.
—¿Estás enamorada de Carlos? Es muy guapo, tengo que admitirlo.
—¡Nooo! Lo conozco de la Esquinada, bailamos juntos el boogie. Es muy fuerte, formamos una buena pareja.
—Vamos, no es verdad, veo cómo lo miras y lo defiendes.
—Está bien, me gusta, pero apenas lo conozco. Nunca me ha ofrecido un trago.
—Bueno, pero ahora sabes que Lena le ha echado el ojo.
María la miró un poco perpleja. Marta era más alta que ella, musculosa pero muy delgada. El pelo rubio largo, no era su color natural, por supuesto. Con los ojos marrones oscuros, no se podía decir que fuera hermosa, pero sí honesta y directa, muy agradable.
La tienda de los padres de Carlos tenía dos entradas. En realidad, se trataba de dos casas que formaban un ángulo recto y que se unían por la parte trasera para formar un único edificio. La planta baja constituía así un gran espacio de venta. Por un lado, en la calle principal, los pisos residenciales por el otro las oficinas y el almacén. Era bastante importante, se vendían artículos de ferretería, accesorios y pintura para automóviles y utensilios domésticos. La empresa, que también funcionaba como mayorista en toda la región, pertenecía a dos hermanos y una hermana. Uno de ellos, el padre de Carlos, que se llamaba Luis, era el director y su madre dirigía las oficinas. Carlos, que era el mayor de todos los niños de la familia, era considerado por todos como el heredero.
Entró por la parte de los enseres domésticos, en la calle más pequeña; las oficinas estaban justo encima. Subió de cuatro en cuatro las escaleras en espiral, desembocó en una gran habitación, su madre estaba en la esquina izquierda cerca de la ventana. Su oficina era un poco más grande que las otras; una enorme máquina que hacía las facturas llenaba el espacio. Elena era una mujer rubia alta y hermosa, se levantó al verlo llegar, abrió los brazos y lo acogió con efusión como si no se hubieran visto desde hacía mucho tiempo.
—Cuéntame todo —dijo ella sonriendo y echando un vistazo a su hermana Cristina que se había acercado.
Elena, por supuesto, le permitió reunirse con las chicas el fin de semana, pidió que le contara dónde estaba la Esquinada y le recomendó no sobrepasar la hora.
—Ve a estudiar a tu habitación, nos vemos a la hora de la cena.
Apenas había salido, por un pasillo que lo llevaba a la otra casa, Cristina preguntó:
—¿Quién será esa Lena? Tal y como él la describe, tengo la impresión de que es la hija de esa perra de Gloria. No solo Luis anda por toda la ciudad con ella, sino que ahora es su hija la que corre detrás de tu hijo.
—¡Ah! Pero no va a ser así. Ya me ocuparé yo de ello. —decretó la madre de Carlos.
A la mañana siguiente era jueves, después del recreo había clase de literatura. Las chicas ya estaban en clase; Lena acogió a Carlos, con un vestido corto y con sonrisa de propietaria, se levantó para hacerlo pasar y le dio, de paso, un beso sonoro. Carlos notó la ausencia de Julia, y encontró la explicación abriendo su cuaderno.
“Carlos, tengo que ausentarme por razones médicas. Me dicen que eres el mejor estudiante de literatura. Por supuesto que sé dónde vives, me permitiré pasar a verte esta tarde, para que me actualices. Gracias de antemano”.
El billete estaba escrito cuidadosamente con una pluma en una media hoja de cuaderno que ella había deslizado en el suyo. En el fondo se sentía halagado, nunca ninguno de sus compañeros le había pedido un servicio de este tipo y además estaba contento de que fuera una chica.
Después del almuerzo, que había tomado con su tía Cristina y su hermano, —su madre ese día estaba de viaje —, Julia se presentó. La muchacha de servicio la hizo entrar en el salón. Causó una buena impresión a su tía. Llevaba pantalones negros que llegaban hasta los tobillos y una camiseta del mismo color. Con su corte de pelo, parecía muy varonil. Su tía hizo servir el café a Julia y subieron juntos al piso donde tenía su habitación. Julia lo precedía, no pudo dejar de percibir que su cuerpo y el perfume natural que desprendía le hacían efecto.
Cuando Julia entró en su habitación, se detuvo bruscamente y Carlos, que no lo esperaba, la atropelló como un coche que había frenado bruscamente delante de él. Se retiró ruborizándose. ¿Se había dado cuenta del estado en que se encontraba? Miró la pared de su habitación como si entrara por primera vez. Una gran reproducción surrealista de Dalí cubría en gran parte el muro delante del cual estaba instalado su escritorio: Sueño causado por el Vuelo de una Abeja alrededor de una Granada un Segundo antes del Despertar. Esta obra le gustaba especialmente, pero no era la única, Delvaux y Magritte también estaban presentes, muchas desnudeces, sobre todo femeninas a veces provocantes. Fue su madre Elena quien le transmitió el gusto por los surrealistas, lo llevó a sus exposiciones y le ofreció hermosas reproducciones para decorar su habitación. «A su edad, es mejor esto que esas horribles revistas que circulan entre los adolescentes», le dijo a su hermana.
—Tienes buen gusto, —dijo Julia con los labios apretados.
Carlos tomó el cuaderno de notas de su maletín, se lo entregó, y luego se sentó a su lado. Ella lo miraba, con el pecho bien erguido, sus pezones apuntaban bajo su camiseta. Abrió el cuaderno, en la primera página había un cuarteto:
Ella vuela, su cuerpo ardiente vuela, vuela
Mis brazos la reciben como una alcoba
Ella baila como una loca, se arremolina
Y la música para, mi corazón a volar se echa.
Julia, lo leyó. Desconcertada, lo releyó de nuevo. Carlos pasó las páginas hasta dar con la lección por estudiar.
—Victor Hugo, exclamó Julia, —Notre Dame de Paris. ¿Te gusta? Es mi favorito.
Y sin más preámbulos, recopiló cuidadosamente las notas, hizo muchas preguntas. Evidentemente, Carlos ya lo había leído y tenía respuestas para todo. Julia tuvo que admitir que sólo conocía la película.
Ella lo miró un largo rato, se levantó, se acercó al Elogio de la melancolía, de Delvaux que desvelaba impúdica a una mujer abandonada. Se impregnó de su triste mirada, se volvió hacia Carlos, le dio un beso en la comisura de los labios y se despidió.
Marta se echó a reír cuando Julia le contó al día siguiente su cita con Carlos. Ella llevaba su traje deportivo de entrenamiento, muy ajustado, su vientre al descubierto, y las nalgas levantadas por una braga reforzada para tal fin.
—Carlos está enamorado de María, dijo segura. Pero es su madre la que llena su habitación de Delvaux, hay que verlo para creerlo.
Salió corriendo y volvió a decirle a Julia.
—Veré si lo encuentro en el parque, no podemos dejarlo a merced de Lena.
Los grandes castaños que protegían el recorrido emitían un susurro que marcaba el ritmo de su carrera. Sus largas piernas funcionaban a pleno ritmo, su cuerpo parecía tensarse en el esfuerzo, su piel brillaba de sudor. Fue entonces cuando lo vio, él también corría, una camiseta sin mangas demasiado ancha flotaba alrededor de su torso desnudo, estaba sincronizado con ella, sentía su corazón latiendo con el suyo. Ella se reunió con él y corrió un momento a su lado, luego ambos desaceleraron, se detuvieron, y sin decir nada le pasó los brazos alrededor del cuello, pegó su pelvis contra la suya, apretó, apretó hasta sentir la satisfacción que no hizo más que unirse a la suya. Él quiso besarla, pero ella lo rechazó con sus palabras.
—Las mujeres también deseamos a los hombres. Una mujer enamorada espera un gesto.
Y se fue corriendo.
La Esquinada a las siete estaba casi vacío. La escuela los viernes terminaba mucho antes. Los jóvenes volvían a casa para ir a cenar y salían después. Hacia las ocho empezarían a llegar. Nadie prestó atención a dos jóvenes mujeres que entraron resueltamente. Las habrían tomado por gemelas, cada una vestida con un pequeño vestido recto tipo Chanel hasta la rodilla. Eran Elena, la madre de Carlos, y Cristina, su tía, ambas llevaban una peluca castaña y unas grandes gafas oscuras en forma de corazón. Se instalaron en un rincón cerca de la puerta de entrada, desde donde veían todo. Si no fuera porque tenían otro interés, se habrían lanzado a bailar.
Pronto llegaron las primeras chicas. Era como estar en Carnaby street. Cada vestido más corto que el anterior. Julia y Marta llegaron juntas y ocuparon la mesa estratégica que habían reservado cerca del jukebox. Marta llevaba un pequeño vestido recto muy corto de color amarillo, su pelo levantado en un top de moño como estaba de moda. Su vestido tenía una gran apertura en la espalda, ella había renunciado sin problemas al sujetador. Julia había elegido una pequeña falda escocesa plisada que escondía muy poco de sus bragas cuando se movía. Tenía el pelo corto y su blusa era blanca y muy transparente.
Un poco más tarde, hizo una entrada espectacular una joven de abrigo blanco, corte Courrèges, es decir, en forma de trapecio, el pelo marrón oscuro con forma de casco, una peluca por supuesto. Abrió su capa con las dos manos, la dejó deslizar por detrás de ella como lo hacen las modelos, descubriendo así un vestido blanco, trapezoidal y muy corto con tres enormes círculos transparentes a un lado que dejaban claramente entrever el nacimiento de los pechos y las curvas de la cintura y de las nalgas.
—Es Lena, —dijo Elena a Cristina a media voz. —¿Cómo ha podido conseguir ese vestido de alta costura? Esta vez no será Luis quien pague. —Añadió. Controlo todos los gastos bajo la supervisión del consejo de administración. La hermana y el hermano probablemente no estarán de acuerdo en pagar este tipo de locura a la favorita del momento.
Lena se dirigió inmediatamente a la mesa de las chicas, puso el abrigo sobre la silla y sin saludar se instaló delante de la máquina de los discos y se puso a estudiar la lista de títulos. Eligió Let’s Twist Again de Chubby Checker y otros del mismo cantante. El acorde inicial no dejaba dudas, era un twist, y el espectáculo comenzó. Los chicos que arrastraban su indolencia hacia el bar, se fijaron en la chica y sus ojos parecían salirse de las órbitas, luego uno de ellos se sumergió en el ritmo incandescente que también desencadenaba a Lena. Su vestido descubría por instantes la orgullosa belleza de su cuerpo. Pronto todos bailaron a su alrededor como los adoradores de una divinidad pagana africana.
Elena estaba furiosa, quería levantarse y luchar contra la vil bailarina que parecía desafiarla. Cristina la retuvo imperiosamente. Por otra parte, Marta y luego Julia habían dejado su asiento para mezclarse con el grupo de los machos y ofrecer, en esta especie de Sagra della Primavera que Béjart habría actualizado, otros cuerpos femeninos a la concupiscencia de los machos.
María había esperado hasta el último momento para prepararse. No sabía si debía ir a la Esquinada. Le encantaba bailar con él, pero esta noche no sería como las pequeñas escapadas después de clase, cuando se encontraba exhausta en los brazos de Carlos después de un boogie desenfrenado. Ya se imaginaba cómo se vestiría Lena, sería escandalosamente sexy. Acapararía la atención de todos y la de Carlos ciertamente. Marta le habría contado todo, no se resistiría.
Se puso unos simples pantalones vaqueros con una blusa corta y zapatos deportivos, salió y se dirigió hacia el parque. No, no iría, no competiría con las otras chicas y menos con esa estúpida Lena, para seducir a ese chico. Era simpático, por supuesto, bailaba como un Dios y era atractivo, eso tenía que reconocerlo …
Se sentó en un banco que parecía tenderle los brazos, acogerla como un tierno amante, quería pasar con ella una velada romántica bajo un cielo de terciopelo morado para escuchar las confidencias demasiado íntimas que su conciencia no quería desvelar.
Las estrellas brillaban en el cielo de sus pensamientos, el poema, las pinturas, Dalí, Delvaux, Victor Hugo, la carrera, … todo lo que Marta le había contado y que no hacía más que aumentar la confusión de sus sentimientos.
Percibió una sombra detrás de ella, se volvió, una sonrisa la miró, y simplemente le dijo:
—Vamos a ir juntos.
Alguien había elegido algunos lentos para interrumpir la cadena interminable de twists, las parejas se formaban, la música lenta favorecía los acercamientos. Julia bailaba de cerca abrazada a un chico guapo que según ella se parecía a James Dean. Ella no parecía intencionada a soltarlo. Marta, que todavía no había dado con la horma de su zapato, había vuelto a la mesa donde discutía con animación con Lena que decía:
—¿Dónde están, por el amor de Dios? Ya son las nueve y no están aquí, ninguno de los dos. ¿Qué significa eso? No me gusta.
No era la única que se preocupaba. Elena interrogaba a Cristina:
—Cristina, ¿dónde está Carlos? Salimos temprano para venir aquí. No pensé que llegaría tarde.
De repente, la puerta se abrió, María entró con Carlos, se tomaban de la mano.
Carlos reconoció a su madre al momento, la fusiló con la mirada y acompañó a María a la máquina de discos. Introdujo las monedas y los códigos que conocía de memoria. No miraron a nadie, y se volvieron hacia la pista que se vaciaba lentamente como para dejarles sitio.
Tres acordes de guitarra marcados por la batería como un signo de interrogación, y la voz de color miel del gran Elvis se desató en un Jailhouse rock infernal. Carlos y María, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se pusieron a saltar sostenidos por el ritmo infernal de la canción, él la hacía piruetear en la punta de su brazo, la volvía a atrapar por la cintura, la relanzaba, la recogía para deslizarla entre sus piernas y la levantaba bajo los aplausos, sin parar de saltar brillantemente. Todos en el bar se habían levantado y los miraban con entusiasmo.
Lena gritaba. Estaba furiosa, se lo habían robado. Esa perra, esa María, le había robado al chico que había elegido. Tomó una silla y con todas sus fuerzas la arrojó a las piernas de la bailarina.
María se desplomó, Carlos se precipitó. Elena se abalanzó sobre Lena, la abofeteó varias veces y la empujó fuera. Ella corrió hacia su hijo, pero él no tenía ojos más que para su María, a la que sostenía abrazada.
—Mi amor, mi amor, —le gritaba Carlos aterrorizado a María que parecía no verlo. Entonces le dio un largo, largo beso de amor.
María cerró los ojos y se lo devolvió pasionalmente.
Ya publicado en español en CUENTOS PELIGROSOS











