Noches en vela

Recuerdo que, cuando era niña, al irme a dormir me invadía una angustia abrumadora frente a la simple idea de encontrarme sola con mis pensamientos. Cada vez que estaba en la cama llamaba a mamá dos o tres veces. Ella se acercaba con paciencia al lado de mi cama y yo salía de mi nido caliente para abrazarla fuerte, con la ilusión de que el calor y el abrazo de una persona amada pudieran disolver la dolorosa ansiedad que me estrechaba el corazón. 

Al principio, había sido el miedo de la oscuridad. Solo me había confiado con una amiga sobre lo que era tan espantoso para mí: mis padres creían que yo tenía miedo de ogros o brujas, o quién sabe cuáles otras misteriosas o diabólicas presencias. Pero mi terror era la ceguera: la falta de certeza, en la oscuridad total, de que yo podía ver me aterrorizaba.

La muerte prematura de mi tía me hizo reflexionar sobre otra terrible realidad: no solo la vista, sino también la vida era algo frágil y efímero: no podía soportar ni el sonido de la palabra “muerte”, che se convirtió en la nueva pesadilla de mis vigilias nocturnas.

Muchas otras noches en vela me acompañaron también en la adolescencia.

Pasaba larguísimas tardes estudiando los libros de latín y de griego antiguo, y luego me despertaba por la noche repitiendo los verbos y la gramática, y me levantaba al amanecer para el último repaso antes del examen. 

Pero no eran solo los verbos griegos, regulares o irregulares, que me quitaban el sueño por la noche, en los años de instituto. Había estallado la estación de los amores, tan ardientes cuanto no correspondidos. 

Se llamaba Federico y ni siquiera era guapo: un joven con acné y gafas; pero era casi el único chico que había conocido, ya que en mi clase del colegio éramos solo chicas. 

Se llamaba Lorenzo y tenía dos ojos verdes que destellaban en la oscuridad de mi habitación. Se enamoró de todas las chicas menos de mí, y yo retorciéndome entre las sábanas me preguntaba qué tenían todas las demás que a mí me faltaba. 

Se llamaba Claudio, y sabía siempre todo sobre todo, pero de vez en cuando me daba una vaga sensación de que era un ser humano, y cada noche yo me torturaba buscando qué hacer para arañar su armadura.

Otras noches en vela seguían las largas charlas con las amigas: tardes transcurridas atormentándonos la una con la otra con muchísimas preguntas y muy pocas respuestas, para confrontarnos y poner en duda la seguridad de nuestras experiencias. Pero cada vez yo descubría un nuevo mundo en las palabras de mis compañeras y luego pasaba las pocas horas de la noche para reordenar mis pensamientos, buscando el orden y el sentido de todo.

Y ahora, a veces, son las cosas que tengo que hacer al día siguiente, o los problemas de familia que me despiertan de golpe en medio de la noche… pero esta es otra historia. 


Silvia Zanetto