
Cada noche yo estaba en el parque, sentado en el único banco donde podía mirar su ventana. A veces me adormecía, y luego me despertaba de sobresalto, porque me había dado cuenta de que la luz se había encendido otra vez. Vislumbrando su silueta, tenía un sentido de malestar que me subía desde el estómago para bloquearse en la garganta y casi me impedía respirar. Cada vez así.
Esta noche se ha levantado un viento más frio: ya es otoño y las primeras hojas se han desprendido de las ramas de los árboles, una se había caído sobre mi asiento. No puedo seguir así, ya lo sé.
Ella nunca se había asomado al balcón durante estos tres meses. No la veía, pero su perfume, el que en cada momento la acompañaba entre mis brazos, su perfume yo lo olía, como si ella estuviese a mi lado.
Ella creía que yo estaba lejos, después de aquella carta que le escribí, sin ninguna pelea, ni tampoco una verdadera explicación. Solo pocas líneas: “Me voy de vacaciones sin regreso… Quiero estar libre para vivir mi vida” y otras banalidades.
¡Allí! La luz se ha encendido otra vez: son las tres y media y ella está caminando de un lado a otro de su habitación, una habitación invadida por su fragancia. Porque ella está pensando en mí, para que yo me sienta mal, para que me sienta culpable, como siempre, aun ahora que cree que yo me fui muy lejos a vivir mi vida, libre, lejano, lejano de ella… Y siempre yo me sentí culpable hacia ella: cada vez que salía con mis amigos sin ella, o que volvía a casa más tarde, cada vez que me sentía feliz incluso sin ella, que sentía en las fibras de mi cuerpo la felicidad de estar vivo.
Y también ahora, que ella cree que me he ido, no me deja en paz. Así que no puedo quedarme de este banco, de este parque. Aquí está ella, ella cuando todavía sabía sonreír, cuando tenía una luz en su mirada, cuando me abrazaba y me rodeaba con sus brazos, hundido en su perfume.
Aquí está ella, que no me permite irme. Tampoco su perfume me deja ir.
No me permiten tomar el tren para esas vacaciones sin regreso.
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