
Lo encontraron así, sentado en el suelo, la espalda apoyada al único árbol cerca de las ruinas fantasmales del castillo que siglos antes había dominado el valle. Parecía mirar al pueblo que se extendía abajo. Incluso sonreía. Como casi siempre, llevaba una camisa de cuadros, vaqueros verde oscuro y zapatos de montaña. Sus manos descansaban en su regazo, apoyadas sobre un pequeño cuaderno que parecía estar esperando a que alguien lo leyera. Ahí había un perro, acostado sobre sus pies, como si quisiera protegerlo. Su nombre era Pablo y tenía sólo treinta años.
Todos en el valle conocían a Pablo, por ser el único nieto de Faustino y Magali, un chico muy educado, respetuoso, pero no muy sociable, a menudo ensimismado, concentrado en sus pensamientos.
El cuaderno que tenía en su regazo se titulaba “En construcción”. Pablo había descrito allí algunos momentos de su vida.
En la primera página se leía:
“Quisiera explicarles a los que lean este diario que el título se refiere a mi vida, una nueva vida para empezar de cero”.
A continuación, empezaban los recuerdos:
—Aquel día abandoné el camino marcado para adentrarme en el bosque inmerso en mi universo, la mirada febril revelando que mi cabeza estaba sometida a su habitual borrasca de pensamientos. Al principio del otoño solía dar este paseo dos veces por semana. Los tonos ocres de los árboles y las hojas caídas al suelo eran para mí motivo para reflexionar y recordar.
Me daba cuenta de que me hacía daño recordar el hecho que cambió mi vida, pero necesitaba aferrarme a los recuerdos. Como aquella mañana, cuando el teléfono sonó a las cuatro. Una voz femenina tras preguntar mi nombre, intentando articular una frase para que no fuera demasiado brutal, se presentó: “Urgencias del Hospital Universitario”. Lamento informarle que sus padres sufrieron un accidente de tráfico y, de momento, están ingresados en la UCI en estado grave. Mis padres fallecieron con pocas horas de diferencia dejándome solo. Fueron enterrados en el pequeño cementerio del pueblo donde nacieron, cerca de las ruinas del castillo. Yo tenía 19 años.
Desde entonces todo empeoró para mí. Ni ganas de asistir a clase, ni ganas de salir con los amigos.
Hasta esa noche había vivido con mis padres en un pequeño apartamento en una buena zona de la ciudad de Palencia. Mi madre era peluquera y mi padre asesor inmobiliario. Yo asistía al segundo año de bachillerato en Humanidades y soñaba con ser médico veterinario; entonces, al finalizar el curso, una vez superada la prueba de acceso a la Universidad y al tener bastantes créditos, tras realizar la selectividad, me matricularía en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Santiago de Compostela. Me encantaba el hecho de poder ser un profesional capaz de prevenir, diagnosticar y tratar las enfermedades de los animales, controlar su reproducción, obtener productos de origen animal vigilando el cumplimiento de la normativa en bienestar animal, identificar riesgos emergentes y conocer y aplicar las disposiciones legales. Desde que era muy pequeño, siempre había deseado tener un perro. Desafortunadamente, no obstante mi insistencia, nunca logré realizar ese deseo. Mis padres siempre se habían negado a tener animales en casa.
A pesar del dolor por lo sucedido, empecé de nuevo a estudiar mucho para alcanzar mi objetivo. Terminé mis estudios de secundaria y obtuve el Bachillerato. Pero ahora todo estaba más complicado. Los ahorros de mis padres iban acabándose.
De momento tenía que aplazar mi carrera universitaria. Decidí vender el apartamento en la ciudad y me fui a vivir a la casa de campo, a una bonita finca, sin vecinos y bastante aislada, que había pertenecido a mis abuelos y que llevaba años deshabitada.
Al anochecer de aquel viernes de fin de octubre, llegué al pueblo. El estanque y el cañaveral todavía estaban allí exactamente iguales a como los recordaba.
La apariencia campestre de la casa, las paredes cubiertas de hiedra hasta el techo me inspiraban una profunda sensación de paz. ¡Precisamente lo que necesitaba! La viña abandonada desde hacía años mostraba sus hojas color óxido y algunos racimos de uva negra.
Pero al levantarme, la mañana siguiente, fue como si la casa tuviera un aspecto extraño, las paredes estaban llenas de grietas, algunas ventanas rotas, parecía tan cambiada que me daba escalofríos y mis pisadas en el suelo de madera resonaban con vibraciones lúgubres, casi peligrosas. Pensé que sólo era un mal presentimiento debido al cansancio del viaje y a la noche pasada en vela.
Pasaron algunos meses y yo empezaba a apreciar ese valle. Su caserío se extendía a los pies de las ruinas fantasmales de un castillo al que se llegaba cruzando un puente, el llamado Puente del Diablo, sobre un pequeño río. El pueblo casi desierto con casas de adobe semiderruidas contaba con más o menos 80 habitantes. Finalmente adopté un cachorro, destinado a la perrera, al que le puse el nombre de Moisés. De hecho, como él, separaba mi vida en dos. La de ayer, la del duelo y la de ahora, en construcción. Me había aislado para olvidar, pero seguía mirando hacia atrás, recordando. La vida no dejaría de doler jamás.
El progreso desenfrenado de la ciudad parecía no haber llegado todavía a ese valle; la vida transcurría tranquilamente y las úlceras por estrés aún no habían aparecido. Estaba lejos de las peleas de la ciudad, del tráfico, del ruido y del conjunto de apartamentos, donde las relaciones entre los vecinos se habían vuelto cada vez más difíciles. A este respecto, me acordé de cuando habían abierto una cafetería, justo debajo de mi casa, y desde entonces las noches se habían convertido en un infierno. Las risas llegaban desde el bar y un bullicio de ciclomotores hería el aire. Los vecinos habían llamado repetidamente a la policía, pero sin éxito. Yo no podía dormir y descansar de una manera apropiada para enfrentar un nuevo día en el colegio. Además, ese año tenía exámenes de bachillerato. Una noche, exasperado por el ruido, mi padre lanzó unos cubos de agua hacia abajo. A la mañana siguiente alguien había escrito en la puerta principal: «Hijo de puta, ten cuidado. ¡La pagarás!. Pero mi padre no le tenía miedo a nadie y siguió tirando cubos de agua. Todo se repetía noche tras noche. Considerando que el dueño del bar vivía en el mismo edificio se procedió a convocar una junta de vecinos, que se transformó pronto en una guerra de insultos y de “tú a mí no me gritas”, y en la que no se logró nada. Pobre papa. Él no aguantaba más esa situación. ¡Ojalá nos hubiéramos mudado antes!
Pocos años más tarde, no estaba todavía en condiciones de enfrentar el mundo, pero me había acostumbrado un poco a la nueva situación, a mi nuevo estilo de vida. Todo mi cuerpo estaba disfrutando nuevas sensaciones. El oído había aprendido a escuchar el sonido del río, el lenguaje de los animales, la nariz aprendió a distinguir los diferentes perfumes de los árboles, reconociéndolos; los ojos apreciaban los colores del valle, los verdes, los amarillos; las manos sentían el picor de las hierbas, de las ortigas o el terciopelo de algunas hojas y de los hongos. Mi paladar apreciaba los sabores un poco salvajes del campo. A veces, ayudaba a los campesinos en pequeños trabajos rurales y, poco a poco, abandoné mi sueño de ser veterinario. Ahora tenía a Moisés conmigo, un excelente compañero durante los largos paseos que seguía dando también por la noche y que me tranquilizaban.
Me dediqué al cultivo de plantas y esencias aromáticas: albahaca, romero, hierbabuena y tomillo, entre otras, y cada vez que iba de visita al cementerio llevaba un manojo a las tumbas de mis padres, para que los perfumes llegaran a ellos dondequiera que estuvieran. Iba a menudo a ese lugar, y cada vez, al cruzar el Puente del Diablo, me parecía atravesar uno de esos puentes suspendidos, los así llamados puentes tibetanos, y tenía la sensación de caer en el vacío, precipitando en el pasado.
Pero, entonces, sucedió algo. Los ancianos del pueblo me habían advertido. “No te vayas muy lejos por la noche, no es seguro, mejor que te quedes con nosotros jugando a las cartas”. Una noche, mientras caminaba por el sendero, tuve una extraña impresión. Sentí como si me hubiera quedado completamente sordo, todo a mi alrededor estaba en silencio. No podía oír los ruidos habituales de la noche, los gritos de los animales nocturnos. Las hojas secas ya no crujían bajo mis pies. Era una noche de finales de agosto, sin luna, pero con muchas estrellas. De pronto me pareció ver una sombra. Me detuve preocupado y la vi. Estaba allí. Pequeña, delgada, un poco jorobada, vestida de negro y con una masa de pelo todo blanco. Su cara estaba surcada por arrugas profundas, su mentón era puntiagudo y su nariz delgada y estrecha. Sabía quién era. Me lo habían dicho. La vieja del pueblo, una pobre anciana, sin hogar, que por la noche caminaba por las casas en busca de algo para comer a cambio de cuentos de miedo. Pero a mí me parecía una bruja. “Siéntate a mi lado”, me dijo “y escucha con atención. Recibirás una invitación para el baile de fin de agosto. ¡No dejes que te tiente! Es muy peligroso.” Se levantó y se fue rápido.
En efecto, algunos días después una chica del pueblo me entregó una invitación con los detalles sobre cómo llegar a la granja donde tendría lugar la fiesta. Lo pensé mucho y, a pesar de todo, decidí ir. Un poco de diversión me habría venido bien. Aquella noche del 31 de agosto, llevando unos vaqueros y una camisa de cuadros, salí de mi casa y me dirigí a la granja. De vez en cuando, una ráfaga de viento se convertía en silbidos que parecían gemidos entre las ramas. Al cabo de media hora vi, no muy lejos, un campo de cultivo y la silueta de una casa.
“Lo dije, yo. He llegado”. Seguí caminando hacia la tenue luz de la ventana mientras un triste sonido de instrumentos musicales flotaba en el aire. Pero era una música que me ponía la piel de gallina. De repente, la puerta se abrió y a la luz rojiza y parpadeante de las antorchas que colgaban de la pared, vislumbré una sala poco iluminada y llena de humo donde numerosas figuras bailaban al son de una triste melodía que erizaba la piel.
Entré y dije “Buenas noches a todos”. Mi entrada pasó desapercibida, como si nadie se hubiera fijado en mí. Me pregunté si había tropezado con una fiesta privada en la que un extraño no era bienvenido, pero qué raro, tenía una invitación. Me armé de ánimo y saqué a bailar a una chica que se dejó arrastrar por la danza. Me quedé callado, una extraña sensación me invadió, la chica parecía tan fría como el mármol.
Entonces la música enmudeció y todas las figuras presentes me rodearon y aplaudiendo rítmicamente me dijeron que ya podía bailar solo, que ahora era uno de ellos. Un fantasma sin fuerza.
En ese momento los reconocí. Los vecinos del pueblo, mejor los muertos del pueblo. Me largué lo más deprisa posible de allí, corriendo crucé el Puente del Diablo y llegué aquí. Aquí, donde alguien me encontrará, sentado en el suelo, con mi cuaderno, porque ahora lo sé, yo también he muerto al morir mis padres.
Al día siguiente lo encontraron así, sentado en el suelo.
A su lado, un manojo de hierbas aromáticas desprendía su perfume.
El perro Moisés ladrando a una luna invisible.
Los que leyeron el diario estimaron que su contenido era lo bastante interesante como para darlo a conocer.
En recuerdo de Pablo.
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