
Llueve a cántaros, el cielo está oscuro, la habitación donde escucha la radio está sumergida en la oscuridad. Escucha el rumor rugiente de los espectadores que trasciende la voz envuelta del periodista que, como si fuera un solista, dialoga interminablemente con su orquesta. De vez en cuando un grito del orador destaca un acontecimiento que provoca al público. El cual responde con gritos salvajes, trompetas o entona en voz alta canciones populares.
Ella teme sobre todo los goles que detonan como un cañonazo en medio de la pelea a los hinchas que están furiosos y que, si pudieran, se precipitarían al campo para participar en los abrazos, las carreras, los saltos y la locura de los jugadores que, a su vez, tienen gestos de orgullo que se asemejan a los de un gorila que golpea con sus puños su torso desnudo en señal de orgullo.
Pero lo que más le asusta es cuando un árbitro odiado sanciona a un jugador y una mitad del estadio se levanta contra la otra, los gritos no se detienen, las invectivas llueven y se puede temer enfrentamientos asesinos.
Ella enciende la luz, como para poder olvidar esos momentos horribles.
María sabe de lo que habla. Cuando conoció a Paolo servía en una de esas cervecerías que rodean el estadio donde ríos de cerveza fluyen para dar de beber a los que celebran la victoria y a los que lloran la derrota. Esa noche, él y sus amigos se consolaban de un desastre atroz que podría hacer descender a su club a una división inferior. María se había ofrecido a llevarlo a casa, no estaba en condiciones de volver. Ella tuvo que defenderse ante su ebriedad agresiva, pero como él era guapo y ella lo quería, lo llevó a su casa.
Hicieron el amor por la mañana, después de ducharse juntos. Fue maravilloso y poco después empezaron a salir.
Ella lo acompañaba a los partidos de los domingos, aunque no entendía nada de este juego que le irritaba y rechazaba el clima de violencia que la rodeaba. Dejó de ir cuando una noche después del partido había sido víctima de una escena excesiva, debido a la agresividad del grupo de amigos del que formaba parte Paolo. Pretendían de su parte favores que no podía conceder. Se había escapado a su casa y se había encerrado en su habitación. Paolo volvió furioso, intentó forzar la puerta, pero afortunadamente sus amigos se lo impidieron. Al día siguiente, con Paolo, vinieron a disculparse.
«Goooool» se oye en la radio.
¡El equipo de Paolo ha perdido el derbi contra el equipo contrincante!
Es horrible, piensa ella, se irá de bares y volverá borracho. Así que se encierra, como cada vez, en su habitación con una silla que bloquea la puerta. Pero está asustada. De hecho, él llega tarde y los ruidos que oye no presagian nada bueno. Tocan con rabia la puerta y de repente escucha un ruido sordo, golpean la puerta para derribarla. Tiene que huir absolutamente, pero ¿por dónde? La habitación está en el primer piso, no puede tirarse por la ventana. La puerta se tambalea con los golpes repetidos. Va a ceder.
—¡Socorro! — Grita.
Es entonces cuando se despierta, el sol inunda su habitación, un hermoso sol de primavera.
Huir del sueño es despertar. Cita de Henri-Frédéric Amiel; Diario, 25 de abril de 1879.
Jean Claude Fonder
