Niño índigo

Olmo Guillermo LLévano

Cuando era muy niño, hablaba con las plantas y mediante una rosa de color rojo, tuve un viaje a las estrellas; con los insectos aprendí  sobre la evolución de los seres vivos del planeta. Podía ver el aura de la gente (tal vez lo único que ahora de viejo todavía conservo cuando de vez en cuando observo de cierta manera a ciertas personas… ). Adultos y niños  creyeron que todo era producto de mi imaginación, que ganó pronta y larga fama.

Como permanecía tanto tiempo solo y ensimismado con mis propios pensamientos, al explicarles a mis papás que la muerte no existe y adivinar segundos antes los lugares y acontecimientos, preocupados pensaron que era un niño con deficiencias mentales y resolvieron llevarme a una escuela antes del  tiempo correcto. El primer día aprendí a contar de uno en adelante y eso fue un escándalo. Por mis comportamientos extraños,  me gané la mala voluntad de la rectora y dueña. Lola se llamaba… Al no obedecerle  sus absurdas ocurrencias, pretendió castigarme cruelmente. Obligarme a hincarme de rodillas desnudas sobre granos de arena mojada en piso encementado y sostener un ladrillo grande y pesado  en cada mano que ni siquiera cabían en ellas. Me rebelé. Salí como un rayo corriendo y ella detrás para agarrarme. Logré escaparme por una ventana, no sin embargo sus largas unas untadas de tanta tinta azul, hondo se enterraron en mi cuello cuya cicatriz de ese color me acompañara medio siglo, hasta cuando nació el menor de mis hijos quien balbuceando, nos describió con lujo de detalles, cómo era el planeta de donde él había llegado a esta Tierra y que se llamaba “Laska”… 

Un lejano recuerdo de mi niñez  escalofrío todo mi ser… Era la genética heredada. Un niño índigo como de niños  habían sido su padre y su abuela telépata.

Olmo Guillermo Liévano