—¿Cómo te llamas?—, me preguntó una chica rubia, con pelo trenzado y profundos ojos azules. Se sentó a mi lado sin esperar la respuesta. Estaba en un autocar que nos llevaba a Italia.
Ella se llamaba Inés. A pesar de este nombre, era flamenca. Viajaba sola. Yo iba con mi madre y mi tía. Nos gustaba mucho Italia, cada año alquilábamos durante los meses de vacaciones un chalet en la orilla de uno de los grandes lagos alpinos. Era el año 1959, mi padre tenía que quedarse en Bruselas, yo tenía la edad justa y mi madre quería enseñarme un poco más de las bellezas de un país del que conocía solo Milán y los lagos. Un viaje de iniciación se podría llamar, un ”Grand tour» como lo habría hecho un joven ingles romántico a las puertas de su madurez.

La miré atentamente, asustado por esta muchacha resplandeciente que me sonreía, me volví hacia mi madre y mi tía que estaban sentadas detrás. Me dedicaron también ellas una sonrisa luminosa.
Le respondí que me llamaba Claudio y, como para defenderme, que tenía dieciséis años. Inés hablaba muy bien francés. Me explicó que el “Monte Kemmel” donde vivía estaba cerca de la frontera con Francia y que, por este motivo y por la presencia de un monumento de la primera guerra mundial dedicado a los soldados franceses, había muchos turistas de este país que lo frecuentaban. Hablaba con mucho entusiasmo de su región. Mientras la escuchaba, la observé, ya era una mujer, joven y muy hermosa. Vestía pantalones cortos verdes y una blusa anaranjada muy apretada. Los botones amenazaban en cualquier momento con reventarse por la presión que ejercían sus pechos. Sus muslos ahusados que cruzaba muy alto me fascinaban literalmente, sudaba y no sabía hacia dónde dirigir mi mirada, para que no se diera cuenta. Pero no dejaba de hablar y parecía no prestar atención a la confusión que debía traicionar mi cara. Por suerte hicimos una parada técnica y pude precipitarme a los aseos.
La primera etapa fue Estrasburgo. Cuando bajé para cenar, vi que la muchacha estaba instalada con mi madre y mi tía en una mesa para cuatro personas.
—Hemos invitado a Inés a sentarse con nosotros, ya que está sola.
Al final de la cena, mi madre dijo:
—Sois jóvenes y la vieja Estrasburgo es preciosa, merece la pena. Salid a dar un paseo y tomar algo juntos, mi hermana y yo ya la conocemos y vamos a descansar. Mañana hay que madrugar.
La «Petite France» es el barrio más pintoresco y romántico del casco antiguo, sus canales negros reflejan estupendas casas blancas con entramado de madera, techos inclinados y balcones desbordantes de geranios rojos. Tomé a Inés de la mano, en el espejo del agua podíamos vernos, dos jóvenes que formaban una buena pareja, dos enamorados que paseaban al claro de luna. Tomamos una copa de gewurstraminer muy fresco en la terraza de una taberna a la orilla del canal. Me contó un poco más de ella, había concluido con gran éxito sus estudios secundarios y sus padres le habían regalado este viaje como recompensa. Una amiga debía acompañarla pero se enfermó el día antes de la salida, unas anginas que contrajo por el aire acondicionado. No había querido renunciar al viaje. Me declaró que se alegraba mucho de que pudiera viajar con nosotros, que éramos compañeros muy agradables. Después volvimos al hotel y la acompañé hasta su habitación, se despidió con una sonrisa y depositó un beso rápido sobre mis labios.
Éramos novios, lo establecía el código en nuestras escuelas de entonces. Seguimos el viaje, a menudo durante el recorrido buscaba la mano de Inés, bajo los ojos enternecidos de las dos hermanas. Más adelante, mi madre siempre favoreció mis relaciones amorosas, le bastaba conocer a la chica directamente o poder observarla discretamente en un salón de té de su elección adonde tenía que llevarla.
Juntos Inés y yo visitamos los palacios y museos deslumbrantes del “Bel Paese “. Era muy culta, conocía muy bien la historia y el arte en general, también yo era un aficionado, nuestros debates eran de expertos. Eso dejaba poco tiempo para las escenas románticas. Por la noche, después de cenar, mi madre nos mandaba fuera para que tuviéramos un poco más de intimidad.
Pero probad a salir en Italia con una chica rubia y bronceada que te enseña el mar cuando te mira; los machos italianos se desencadenaban y con ellos no hay códigos de respeto, todos hemos visto las películas neorealistas. Como competidor yo sería más bien un bárbaro invadiendo el imperio romano, tenía una estatura imponente pero no se puede negar que a las walkirias les gustaban a los kouros.
Una noche en Pisa estábamos sentados Inés y yo en un bar con baile. En esta época, por suerte, no se había inventado todavía la discoteca. La música rock apenas nacida gustaba mucho a ambos pero entonces no sabía bailar, después mi madre me inscribió en una escuela. Con los “slows” podía probar a moverme sobre la pista dejando que me llevase la música. Ines estaba hermosa, su pelo estaba recogido en una coleta, llevaba un pequeño vestido de vichy azul, el color de sus ojos, con la falda ancha y las enaguas blancas debajo que aparecían en cada pirueta que hacía.
—Voi ballare con me?
Me volví bruscamente, yo estaba mirando a Inés y no había visto a ese tío acercarse. Un joven italiano, grande, delgado, aceitunado, ojos negros y pelo rizado. No lo podía creer, era evidente que éramos novios y este antipático osaba preguntar eso. Inés me miró un instante con sus ojos chispeantes, giro la testa hacia el inoportuno y le dijo que sí.
La pequeña orquesta tocaba un rock cantado en italiano por un Elvis Presley local, el chico italiano se lanzó en un ritmo endiablado a un baile casi acrobático. Inés lo seguía ágilmente, daba vueltas sin parar, mientras sus faldas revoloteaban como en las películas roqueras. Estaba estupefacto y me quedé cautivado por la exhibición que daba la pareja. Un poco molesto también. Esperaba.
Después de tres bailes veloces, la orquesta siguió tocando “Love me tender”. Inés volvió exhausta y feliz.
—Bailas muy bien, —le dije alzándome.
—Gracias, —me respondió sonriendo, y se echó en mis brazos. Me besó largamente, sentí su lengua inserirse imperiosamente entre mis labios, la atraje hacia mí con tanta fuerza que percibía todas sus formas suntuosas en mi cuerpo.
El día después llegamos a la ciudad eterna. La primera noche nos quedamos en el hotel, todos queríamos descansar. Se llamaba “Villa del Parco“ y estaba en la via Nomentana, cerca de la villa Torlonia, residencia de Mussolini. Los jardines eran lujuriosos, los colores amarillentos de estos palacios resaltaban sobre el azul limpio del cielo romano, los pinos siempre presentes añadía un toque de verde elegante en este cuadro idílico. El paraíso.
Pero estaba lejos del centro, los dos latinistas que éramos Inés y yo, queríamos descubrir la Roma antigua, vivir Tito Livio y evocar a Julio César exactamente donde fue asesinado. Mi madre y mi tía prefirieron dar un paseo por la ciudad en coche, el calor era agobiante. Felices con nuestra libertad, pasamos un día intenso aderezado por frecuentes intermedios amorosos. Nuestros cuerpos ya calientes se buscaban, aprovechábamos cada momento de intimidad para tocarnos, descubrirnos cada vez un poco más.
Por la tarde cenamos románticamente fuera, a la luz de una vela en un ristorante del barrio Trastevere. Muy cansados, decidimos volver al hotel, pero estábamos muy lejos y un taxi habría costado mucho.
—Quizás podemos hacer auto stop, —dijo Ines.
Vi una pequeña Fiat 600 con dos jóvenes a bordo, la interpelé, se pararon.
—¿Che cosa vuoi?
Expliqué en mi italiano elemental, que no sabíamos cómo ir a nuestro hotel, via Nomentana y que no teníamos dinero para tomar un taxi. El chico miró a Inés, sonrió, dio una ojeada a su compañero y dijo indicando la puerta de atrás:
—Salite!
Nada más subir al coche, aunque la puerta no estaba cerrada, arrancó a toda velocidad, haciendo rechinar los neumáticos. Inés lanzo un grito. El tío sentado delante de ella en el asiento del pasajero se volvió hacia ella, ignorándome.
—Ci divertiremo bella, non spaventarti.
No estaba tranquila para nada, el coche iba siempre a más velocidad y ya estábamos en una ancha avenida que parecía salir de la ciudad, vi que se llamaba Cristoforo Colombo. De repente vimos un coche policial que estaba parado antes de un semáforo rojo, el chico que conducía disminuyó la velocidad hasta pararse. No dudé, abrí la puerta y me precipité hacia los policías gritando: «¡Socorro, Socorro!».
Los policías, una pareja, se bajaron y pararon el coche de los dos chicos. Empezó un largo dialogo entre ellos, mientras Inés había salido también y estaba colgada a mi brazo. Dejaron que se fueran los chicos y la mujer preguntó en francés a Inés adonde queríamos ir, añadiendo que ellos nos llevarían al hotel.
El día siguiente dejamos Roma y este feo recuerdo para ir a Rimini donde teníamos que pasar algunos días en el mar.
Estábamos Inés y yo extendidos sobre una balsa que se movía a remo desde un pequeño muelle. Nos mecía un oleaje muy ligero aunque ya estuviéramos lejos de la playa. Inés tomaba el sol, estaba acostada sobre la espalda. Se había quitado la parte de arriba del bikini. Yo estaba a su lado, derecho, sobre el costado vuelto hacia ella. Ella tenía los ojos cerrados, yo podía mirarla. Su cuerpo era escultural, cada curva era como dibujada por Rodin. Siendo flamenca habría podido ser modelo de Rubens, pero no, mejor Canova, el equilibrio era perfecto.
Al bajar el sol volvimos a la playa. Seguí a Inés para reunirnos con mi madre y su hermana que leía bajo un parasol, Cuando mi tía me vi llegar se echó a reír.
—Parece que te hayas quemado, estás muy rojo, —dijo mi tía—, pero solo en el lado derecho.
Inés se dio la vuelta y se echó a reír también así que todos al final acabamos riéndonos a carcajadas.
Por la tarde cenamos en el hotel. Inés me dijo que no quería salir. La noche anterior había cancelado también nuestro paseo.
¿Qué pasaba? ¿El incidente romano, mi conducta ridícula esta tarde, se estaba cansando de mí? Hablé poco durante la cena y me despedí pronto alegando que tenía que curar mi quemadura solar. En la habitación, me desnudé lentamente ante el espejo y me puse de nuevo la crema. Mis pensamientos volvieron a la balsa, al cuerpo espléndido de Inés, a sus senos columpiándose al compás de las olas cuando se sentaba con las piernas en el agua, a su espalda bien arqueada, a la nuca frágil descubierta por su pelo recogido en un moño, a las caderas que marcaban la finura de su talle y a sus espléndidas nalgas con la sonrisa burlona de dos hoyuelos de Venus. Tuve una erección muy fuerte, como tantas veces en este viaje, me miré en el espejo, tenía un cuerpo de adolescente no demasiado musculoso, no me gustaban los deportes, pero era grande y bien proporcionado.
Alguien llamó a la puerta. Me acerqué.
—¿Quién es?
—Soy yo, —respondió bajito una voz inconfundible.
Entreabrí la puerta escondiéndome como podía. Apareció Inés vestida con una bata de baño apenas atada.
—Pasa, —dije, alguien habría podido verla.
Inés entró y yo cerré la puerta rápidamente. Ella me contempló impúdicamente, su bata se había abierto, su mata era rubia y rizada, ese triángulo que escondía todas las maravillas parecía desafiarme. Los ojos azules de Inés estaban fijados en los míos, su mirada era intensa, conquistadora. Dejó caer su bata, estaba desnuda para mí.
Jean Claude Fonder
