Los difuntos

En aquel recinto lúgubre no cabía ni un alfiler. Era una mañana de otoño; ese día también el cielo lloraba, como la gran mayoría de las personas que se habían congregado para dar el último adiós a Jacobo; el respetado exalcalde; el político más querido de esta pequeña y tranquila ciudad. Ahí estaba ella, Cecilia, su viuda, en primera fila, enfundada en un elegante traje negro, con la tristeza congelada en ese océano que eran sus iris; una espigada mujer que aún conservaba la exótica belleza y el cuerpo de guitarra de sus años mozos. 

Se acercaba el momento de retirar el ataúd del recinto para trasladarlo a la Iglesia donde se oficiaría la misa antes del sepelio. Una larga fila india se armó rápidamente, todos querían saludar a la viuda y ver de nuevo al difunto. Con la resignación del desesperado ella aceptaba las condolencias de un sinnúmero de personas: familiares, amigos, exempleados, cuando en realidad solo quería volver a la intimidad de su casa y llorar sola a su amado esposo. 

 Y llegó su turno: el hombre de ojos miel almendrados, alto, cuerpo tonificado, visiblemente guapo; le estrechó la mano con un poco más de fuerza de lo habitual y con voz grave y pronunciando su nombre le expresó sus condolencias —Cecilia, mis condolencias. —No hubo señora, doctora, simplemente Cecilia, a secas. 

En esta ocasión ella lo miró con atención y sin parpadear. Entre todas las personas del recinto, era de los pocos que le resultaba un extraño; otra vez sintió el escalofrío. Ella soltó bruscamente su mano y retiró la mirada. El siguió adelante, no era ni el lugar ni el momento para otro asunto.  

Pasado el funeral, Cecilia volvió a su casa, una suntuosa mansión, en realidad; Jacobo y ella provenían de familias pudientes y supieron multiplicar con trabajo y esfuerzo la fortuna heredada. Se habían conocido en la universidad, él cursaba arquitectura y ella derecho, desde entonces, fueron inseparables. 

Terminados los estudios se casaron y muy pronto la familia aumentó con la llegada de sus dos hijos. La vida les sonrió con una trayectoria de reconocimientos. Muchas de las grandes obras arquitectónicas de la ciudad tenían el sello particular de Jacobo, mientras que Cecilia, abogada penalista, llegaría a convertirse en una de las jueces más respetadas y también temidas, por su fama de correcta, severa y de no haber perdido nunca un caso.  

 Ya retirados, a Jacobo se le despertó el interés por la política, que lo llevó a ser alcalde, gozando de la popularidad y la admiración, hasta de sus adversarios. Cecilia, en cambio, dirigía una fundación para ayudar a mujeres víctimas de violencia de género. Era una fuerte defensora de los derechos y garantías de la mujer.

Su mansión, ubicada en un lujoso barrio a las afueras de la ciudad, había sido el lugar de residencia desde que se casaron. Sus hijos, Camila y Francisco, tenían ya unos cuantos años en el exterior y solo los visitaban en vacaciones.  Muerto Jacobo, solo vivían en las dependencias la criada y el vigilante. Apenas con horas de fallecido, a Cecilia su hermosa casa ya le quedaba grande. 

Sentados en uno de los salones, la viuda anunció una decisión importante a sus hijos:

—Ya no deseo seguir viviendo aquí, sin su padre no tiene ningún sentido para mí. Ustedes vienen una o dos veces al año. Estoy pensando poner la casa en venta e irme a un apartamento pequeño. Es lo más sensato.  No pensamos nunca en venderla, esperando el futuro para cuando llegaran los nietos, pero yo estoy envejeciendo y sin su padre no me siento segura. 

—Estoy de acuerdo, respondió Francisco, dada las circunstancias hay que ser prácticos. 

Su hija asintió con la cabeza. 

Cenaron en silencio y los jóvenes se retiraron a su habitación. Cecilia decidió sentarse un rato en la terraza del jardín; se sirvió un whisky como hacían todas las noches ella y su marido, lloró amargamente y lo bebió en dos sorbos de soledad y tristeza.  

Subió a su habitación, se acercó al gran ventanal con vistas al jardín para cerrar las cortinas y vio la figura de un hombre que desde la calle miraba hacia la mansión. Por la distancia no podía distinguirlo, pero casi podía asegurar que la miraba a ella. Cerró rápidamente las cortinas y sintió miedo. 

—Mañana mismo hablo con la agencia inmobiliaria, pensó mientras se acomodaba en la cama con la mirada puesta en el techo de la habitación. No durmió en toda la noche. 

Al día siguiente, en horas de la tarde fueron a la iglesia, ese día comenzaba el novenario: nueve misas durante nueve días por el difunto Jacobo. Cecilia era una católica practicante y en esa ciudad pequeña y conservadora las tradiciones se respetaban y honraban a rajatabla. 

Al finalizar la misa, por un momento ella desvió su atención hacia la última fila y ahí estaba el mismo hombre del funeral, mirándola fijamente. Pensó en dirigirse hacia él para saber exactamente quién era, y cuando iba a hacerlo fue interrumpida inoportunamente por la dueña de la agencia inmobiliaria y su amiga; la conversación fue breve y al terminar el hombre ya no estaba, se había ido. 

 Obviamente tenía asuntos más importantes que resolver, pero aquel hombre de aire extraño, misterioso, ya comenzaba a despertarle curiosidad y Cecilia siempre tenía todo bajo control, nada se le escapaba de las manos.  

Hasta antes de la muerte de su marido no lo había visto, al menos eso pensaba, y ahora estaba ahí. Seguramente algún empleado de Jacobo en su época en la Alcaldía o de ella en sus tiempos en el Juzgado, pensó. Al fin y al cabo, ambos eran muy conocidos en la ciudad. 

Al día siguiente, reunida con sus amigas más íntimas les comentó sobre la presencia de ese hombre, lo describió físicamente y la sensación que le producía: —tiene una mirada inquietante, me observaba fijamente, es como si me conociera ya, pero no logro recordar si en realidad lo conocí en algún momento. Sus amigas no le dieron la mayor importancia.

Pasó otro día y, luego del oficio religioso, ella se percató de que ahí estaba él nuevamente, sentado en la última fila, no hizo ningún esfuerzo por acercarse a ella y saludarla. Ella rápidamente le dijo a una de sus amigas, —anda tú y trata de averiguar quién es—, mientras Cecilia atendía a la gente que se acercaba a saludarla. 

Justo cuando la amiga se dirigía hacia él, éste se percató y rápidamente salió del templo y caminó hasta un vehículo color azul; ella no alcanzó a mirar la placa. Esta actitud fue una señal de alarma, pero no le comentaría nada a la ya aprehensiva Cecilia. No volvió a aparecer más durante las siguientes misas. 

Días más tarde, Cecilia se encontraba en la fila de la caja del supermercado para pagar la compra y vio cómo el hombre misterioso entraba al establecimiento, se percató de su presencia, la miró fijamente y siguió adelante; esta vez tampoco le habló. Ella pagó y caminó rápidamente hasta su automóvil. 

—¿Dónde lo he visto?, ¿será que lo conozco o son ideas mías? Pensó mientras se dirigía a su casa.

Las semanas siguientes Cecilia se dedicó a hacer un inventario en su casa antes de la venta: embalar cosas, regalar otras, estaba decidida a dejarla lo antes posible. Varias personas habían visto la propiedad y solo esperaba una respuesta de opción a compra para cerrar el negocio. 

Durante este período, en diversas ocasiones sonaba el teléfono en horas de la noche ella respondía y escuchaba desde el otro lado una respiración, sin que nadie hablara. Pero una noche, alterada lanzó una amenaza: 

—¿Quién es? ¿Qué quiere? ¿Por qué fastidia? Ya deje de molestar o averiguaré de dónde llama. Yo puedo y tengo como hacerlo. 

Cecilia comenzaba a sentirse nerviosa, inquieta y en más de una oportunidad volvió a ver al hombre que la miraba desde la calle. 

—¿Será el mismo del funeral? pensaba en ocasiones. Habló con el vigilante de la mansión para que hiciera guardia en la noche en el jardín y diera vueltas a ver si lo veía, sin ningún resultado. 

Su nerviosismo e impotencia aumentaron al ver que nadie le prestaba atención: ni sus hijos, ni sus amigas. Dormía muy poco y muy mal. Una de sus amigas le recomendó buscar ayuda psicológica, además del duelo por la muerte de su marido se sumaba la idea de que alguien estaba atormentándola por alguna razón: el hombre misterioso del funeral; el hombre desde la calle ¿era la misma persona?; Durante una sesión con la psicóloga, Cecilia le comentó estos eventos y su temor; la terapeuta le dijo:

—Tal vez son hechos sin ninguna conexión; me refiero al hombre del funeral y el que usted observa desde su ventana. ¿Antes de la muerte de su esposo no había sucedido nada de lo que me comenta?  

—Ya sé por dónde viene doctora. Créame que no son ideas mías, algo raro está sucediendo. No son suposiciones, ni tiene que ver con que tenga miedo porque Jacobo no está, es que estos eventos no habían ocurrido antes. 

La especialista le recomendó descansar o incluso hacer un viaje e irse unos días de la ciudad. A ella le parecía lo más inoportuno del mundo por la venta inminente de su propiedad. 

—¿Por qué alguien querría atormentarla?, ¿su marido o usted han tenido algún problema o inconveniente con alguien? ¿Su marido tenía algún enemigo? 

—No, en realidad no. Jacobo era más bueno que el pan. 

Esa última pregunta de la especialista quedó martillándole en la cabeza ¿Por qué alguien querría atormentarme? 

En esos días de soledad e inventario se topó en su estudio con un cajón lleno de documentos de los casos más difíciles y exitosos a lo largo de su carrera y se preguntó si ese hombre misterioso tendría que ver con algún caso que ella había dirigido como jueza, —¿será alguien que quiere vengarse por algo? 

Obsesivamente comenzó a repasar los procesos que llevó a cabo, buscando el enemigo oculto que la estaba atormentando y quería vengarse. No lograba encajar la pieza del rompecabezas que la atormentaba. 

Siguiendo los consejos de la especialista, empezó por cambiar sus rutinas y salir menos de su casa. Ya no iba ella a hacer la compra, enviaba a la criada al supermercado; se veía en días distintos con sus amigas. Luego viajó unos días a ver a sus hijos y regresó renovada, más sosegada. 

La noticia de la venta inminente de la propiedad y la fecha de entrada del nuevo dueño la llenaban también de sosiego. No había compartido con nadie, excepto con sus hijos, la noticia de la venta del inmueble, ni el lugar dónde se mudaría, por el momento prefería no hacerlo del dominio de sus allegados.

Bajó la guardia, las llamadas habían cesado, al hombre misterioso de la calle ya no lo había vuelto a ver, tampoco el del funeral; había retomado la calma. 

Una noche regresando sola de un evento de la fundación que dirigía, su automóvil comenzó a fallar hasta detenerse por completo. Intentó encenderlo repetidamente y nada. Buscó en su bolso el teléfono celular para llamar al seguro y que enviaran lo más pronto posible una grúa y se percató entonces que lo había olvidado en casa; la asaltó el pánico. 

Su respiración y pulso estaban acelerados. Nunca había experimentado una situación similar porque siempre estaba Jacobo para protegerla y auxiliarla. Le pidió a su marido protección en ese momento de angustia, mientras aferrada al volante rezaba con los ojos cerrados. Al abrirlos ahí estaba frente a ella, el hombre del funeral, como una aparición.  

Sintió su mirada como un puñal; el mismo que tal vez tendría para atacarla. 

El miedo la paralizó por segundos. En esa calle oscura y desolada se sentía a merced de su verdugo. Continuó rezando con más fuerza y pidiendo que alguien pasara por la vía y la salvara. Él se acercó hasta su puerta. Ella comenzó a gritar desesperada. 

El colocó sus manos al frente sin tocar el vidrio.  Y alzó la voz 

—No grites, no voy a hacerte daño, Cecilia. Tranquilízate.

Cecilia no escuchaba. Continuó gritando y pidiendo auxilio desesperadamente.

—Cecilia, por favor, escucha, abre la puerta. 

Ella estaba en shock. Gritaba con la vista fija al frente, como ausente. 

—Con el ímpetu del desesperado, le dijo: ¡carajo! Cecilia soy yo, no es posible que no me recuerdes, que no me reconozcas, soy yo, Leonardo Izaguirre. 

—Histérica Cecilia continuaba gritando. No escuchó su nombre, tampoco lo reconoció. 

Un vehículo se aproximaba desde el lado contrario. Él se colocó en medio de la vía. El conductor se bajó. Era uno de los colaboradores más cercanos de la Fundación.

—Por favor ayúdela, se accidentó el vehículo, intento hablarle para ayudarla, pero cree que voy a hacerle daño. ¿Usted la conoce?

—Sí, soy su empleado en la Fundación, no se preocupe.

Cecilia al ver a su empleado dejó de gritar, se sentía a salvo. 

Leonardo pasó frente al vehículo sin dejar de mirarla, con la triste resignación del que ha sido olvidado, del no reconocido, del invisible. 

Cecilia había sido una escuela, un reto, una conquista a pulso, y al mismo tiempo su primera gran pérdida: la primera mujer que realmente amó en su juventud, la que le superaba en años, en experiencia. Era en teoría inalcanzable:  su jefe, casada, y con una fama de correcta. Él era un becario que aprendía el oficio. Sus encuentros fueron pocos, pero los suficientes como para que él se enamorara y peligrosos como para que ella se encargara de enviarlo lejos y fuera de su alcance a otra ciudad. 

Cecilia lo siguió con la mirada y en medio de la oscuridad logró ver el mechón blanco en forma de nube en su cabello. Esa nube que había acariciado y había hecho evaporar de su vida.  Un escalofrío recorrió su cuerpo y el pasado se le echó encima como un balde de agua fría. Lo había reconocido, —¡Carajo!, es él, Leonardo—, su única infidelidad, el único cabo suelto de su vida: un peligro. 

Leonardo continuó caminando, como un fantasma, como un inoportuno aparecido. Ella lo había matado en vida, lo había enterrado en su memoria, pensó. Él también era un difunto, como Jacobo. 


Narsa Silva