El baúl de los recuerdos

En un cajón de la destartalada buhardilla, un periódico amarillo lo llama: El Liberal, nunca más tiranías, democracia. Lo mira y mira el tiempo, que está parado entre telarañas y muebles olvidados. Aquí no ha entrado Franco a trastear en pos de la roja polilla, se siente el olor a rastro, la humedad, la memoria. 

Encuentra un carnet del partido comunista, restos de comida extraviados, uniformes, un vestido de boda… El plato gordo es un baúl cerrado cuyo contenido es incógnita. Rompe el candado, alza la tapa, el polvo lo hace retroceder y toser tapándose los ojos, mira. En el baúl acostado un hombre se acurruca como el esqueleto de un pájaro cuando lo abandonan en el nido.

Sale sacudiéndose para volver al camión. 

— ¿Había algo? — le pregunta el hijo.

— No hay nada que nos sirva de esa habitación.

Higinio Rodríguez

En Tierra muerta

Picasso. Niño con paloma, 1901. National Gallery, Londres.

—¡Despierta! ¡Juan, despierta!—

La luna es la única linterna. —¡Tú por la izquierda!— Agarro la escopeta y en dirección contraria a la de mi padre corro entre las espigas.

La respiración, el sudor y el polvo que se torna barro. La oscuridad, el suelo y las hojas que me arañan las manos.

Hago retumbar un escopetazo en el aire, el perro ladra. Corro en dirección al plomazo. Un chico en el suelo con el pellejo propio y el postizo abiertos, gime, traga y gime.

Me arrodillo. Tiembla. Bulle como si su alma efervescente se desvaneciera. No escucho el ruido en mi espalda. Un golpe seco en la sesera.

—Niño, se lo merecía, se lo merecía, está en nuestra tierra.—

Me mira y se apaga, se apaga todo. En el cielo brilla la tierra pálida, la que no es nuestra. Siento la fría muerte llegar cortando el trigo, un tiro.

Mi padre cayó a tierra.

Una sombra recogió a su hijo.

Está la luna muerta y sonriente. Se escapan escolopendras de mis ojos, cae del cielo una tela negra.

El sol encontrará un cuerpo sin llanto, con el alma fuera. Miro la luna quieta, la miro para siempre. Queda en su esfera un halo blanco, de un niño que se pierde.

Higinio Rodríguez

Los planes del tranvia

Mauricio Zafra viajaba en el tranvía hasta Madrid. Iba con el maletín encima del regazo, bien cerrado. Dentro, rígidos, los folios ordenados con imperdibles y grapas. Su cuerpo recto, erguido, preparado para saltar a cada traqueteo del gigante rodante, dentro de un traje gris que sujetaba el todo.

El primer paso fue el sí del alcalde, el primer sí en la vida de Mauricio. El pequeño de los Zafra, una familia venida a menos de Melaza, un pueblo venido a nada donde con 4 hermanos mayores ninguno tenía un sí en la boca para él, un don nadie. Cuando murió el padre, se abrió su camino en la empresa de un tío afincado en el norte, un esclavismo velado por la protección que se le ofrecía. Los planos, diseños, documentos y permisos se convirtieron en su hábitat, su piel se tornó del mismo blanco sucio de los folios, y su físico ya maltratado, era puro papel ennegrecido.

Cuando volvió a Melaza, todo seguía igual: un pueblo blanco, sin industria, sin movimiento, sin máquinas… todo por escribir. Para los ojos pueblerinos el joven Mauricio era un misterioso partido que prometía. Lina le apuntaba con dos faros verdes en una puesta de Sol. Mauricio había diseñado todo el trabajo con el objetivo de ver las estrellas entre esos faros, los había presentado con el cuerpo temblando, con un fuego de grandeza esperanzada.

Plantearlo ya era un triunfo, el sí del alcalde lo había entronado. Era alguien finalmente, alguien que se podía amar. Antes de partir fue frente a una casa, esperó por unos ojos y le dijo a un oído. —Voy a Madrid, te traigo el tranvía.— Los faros brillaron como nunca, brillaron de un amor correspondido y brillaron tanto o más cuando supieron que el gigante crujió rompiendo los papeles en pedazos de Mauricio. Brillaron tanto que  quedaron fundidos con un suspiro. 

—Me traías el tranvía y te llevó él por el camino.

Higinio Rodríguez