Las ruedas son mágicas

¿No les cansan la tele? 

Hace años que este mítico objeto de los años 60 ya no está en el centro de nuestra sala de estar. Sin embargo, ¿quién no recuerda su primera televisión, la llegada del color, la coronación de la reina Isabel, el primer hombre en la luna, … Y eso no es todo, culturalmente también fue una revolución. El teatro, los grandes clásicos, el concierto de Año Nuevo en Viena, las películas, los partidos … Algunos han creado una sala de cine en su casa.

Pero muy pronto, fue la irrupción de la publicidad, debería más bien decir la invasión, las cadenas comerciales, e incluso las cadenas que pagaban no se salvaron. El modelo americano se impuso. Estábamos muy lejos de la escucha familiar en torno a la radio.

Y luego la distribución, son ellos los que deciden lo que ustedes deben, lo que pueden ver y cuando pueden verlo, entonces la proliferación de una programación de bajo nivel, hecha de juegos estúpidos, variedades populares, y la omnipresencia del fútbol.

Afortunadamente, internet ha hecho estallar el tapón. Gracias a la tecnología, los distribuidores pueden ser esquivados, se puede ver una ópera, un concierto, una representación teatral, un documental hermoso, eventos deportivos, una serie y por supuesto películas en todos los países del mundo. Puede ser gratis o de pago, y ustedes pueden usar una VPN que les lleven al país que deseen. Ustedes son libres de elegir, pueden ver y volver a ver cuando quieran y pagan lo que quieran. Además de esto puede ser interactivo, ustedes pueden participar en conferencias, cursos y talleres, así como ustedes mismo pueden organizar una reunión entre amigos.

Es maravilloso, pero hay que utilizar su ordenador, hay muchos televisores con algunas funciones de internet, pero limitado por supuesto. O también se puede conectar el ordenador a la TV, pero en general está instalado en su oficina o en una mesa que lo substituye. Una tableta, pero también es limitada y no muy práctica. 

La solución es mi esposa que lo encontró: Las ruedas.

Tengo un buen ordenador de mesa Apple, con una pantalla grande (28″), de calidad superior a la del televisor y conectado a mi canal HiFi. Está instalado sobre una pequeña mesa a la altura de mi sillón. Es decir, no el de una mesa de salón ni el de un escritorio. No es fácil de encontrar, elegí un mueble para niños de buena altura y montado sobre 4 ruedas.

Cuando trabajo o busco lo que queremos ver, lo acerco a la silla y cuando miramos simplemente lo muevo hacia el centro de la habitación.

¡Las ruedas son mágicas!


Jean Claude Fonder

El coche 

— ¿No tienes coche, abuelo?

La pregunta le tomó desprevenido. Apretó un poco más el volante, parpadeó para aclarar la vista. ¿Podía seguir conduciendo? En Bélgica su licencia era de por vida. Miró a la adolescente que le sacaba su mejor sonrisa. Todo en ella evocaba la juventud, era bella y corta vestida. ¿Tenía ella alguna duda?

Tenía más de 80 años y había conducido todos los coches imaginables. Su primer coche, un Ford Taunus de segunda mano que lo había prestado su padre. A los 16 años ya había dado sus primeros pasos. Cuando en Bélgica unos años más tarde se instauró el permiso obligatorio, le había bastado declarar que sabía conducir, y le entregaron este documento que ahora, después de su regreso de Italia, había podido recuperar en forma de tarjeta electrónica. Allí su patente italiana ya no sería válida sin pasar un examen médico.

— Cuando trabajaba, conducía un vehículo de empresa, me lo cambiaban cada tres o cuatro años, eran de todas las marcas, cada vez más grandes y más modernos. Cuando me jubilé, en vez de comprar uno, vivía en el centro de Milán, cuando nos desplazábamos, además de los atascos, la idea de encontrar un lugar para aparcar era una pesadilla, preferí alquilarlos. Como para los coches de empresa todo está incluido y, sobre todo, yo solo pago por el tiempo que lo uso y donde me sirve, al salir de un avión, por ejemplo. Me pareció bien y como puedes imaginar, conduje de todo, incluso los coches eléctricos.

— ¿Cuál te gustó más?

Una imagen surgió en sus pensamientos, el Volvo. El primer coche que habían comprado nuevo, lo habían mantenido 15 años, era como parte de la familia, fue su esposa quien eligió el color. Juntos habían recorrido toda Italia de vacaciones, cuando él soñaba aún con poder trabajar allí algún día. Tenían entonces una casa en el campo, y la aparcaba bien a la vista sobre la pequeña rampa que subía hacia el garaje.

— Mi Volvo, respondió.

— ¿Y por qué?

— Era de un hermoso color amarillo


Jean Claude Fonder

La Noche estrellada 

La Noche estrellada, Van Gogh (1889)

El partido de tenis había terminado con una derrota del español Alcaraz, la pantalla estaba apagada, me encontré solo en el apartamento inmerso en la oscuridad, atrapado por la intensidad del juego no había encendido nada. La noche de Bruselas llena de oficinas innecesariamente iluminadas invade mi soledad.

Una cama vacía, fría de una ausencia que el calor veraniego no podía justificar, me esperaba. Volví a pensar en la noche estrellada de Van Gogh y en el micro cuento que debía escribir para septiembre, cuando retomaremos. El estilo que Van Gogh había creado genialmente para realizar sus últimas obras maestras reflejaba perfectamente el caos de mis propios sentimientos. Comprendía terriblemente bien esas curvas que se superponían como las ondas de un mar enojado, la confusión fluctuante que rodeaba las luces que poblaban el cielo de la ciudad dormida que se negaba a comprenderme. Este enorme ciprés que atestiguaba impasible el luto que irremediablemente me tocaba.

Me colé entre las sábanas y extendí mi brazo hacia el lugar de la ausente, abracé el cojín que nunca podría sustituirla.

Mis pensamientos volaron para imaginar una historia que la noche podría sugerirme. El calor se hizo más intenso, sentí a mi lado lo que debía ser un cuerpo, la curva de una cadera, la redondez de una nalga, alguien se había metido en la cama. Tenía el pelo largo, sus formas no permitían dudar de ello, era una mujer. La acaricié tiernamente. Se dio la vuelta y me abrazó con una gran sonrisa. Era Ella.


Jean Claude Fonder

El peral “Conference” 

Pierre-Auguste Renoir L’albero di pere, 1889

Su follaje había invadido todo el fondo del jardín, tenía ya más de 50 años, el césped no había sobrevivido cerca de su tronco, pero con placer que nos refugiábamos bajo su sombra cuando el verano estaba en pleno apogeo. Hay que decir que no estaba solo, a su lado, no muy lejos, habíamos plantado otro peral, un poco más pequeño porque tenía unos años menos.

Él era un peral «Conference», podía polinizarse a sí mismo, pero cuando después de cinco años de cuidados atentos aún no producía frutos, se nos aconsejó que se le acercara otra especie, la pera «Decana de la Corona». Unos años más tarde se produjo el milagro, rápidamente nuestra producción de peras sobrepasó ampliamente nuestras necesidades, las ofrecimos a los amigos, a los vecinos, mi mujer hacía compotas, e incluso más tarde sirope y yo con un vecino experto me lancé en la destilación.

Fue maravilloso cuando en los primeros rayos de la primavera nuestra pareja se cubrió con hermosas pequeñas flores blancas, el espectáculo era deslumbrante y prometedor. Cada año había más peras, la pera Conferencia esbelta, larga amarilla y marrón, de carne firme y sabrosa, y por supuesto la hermosa Decana amarilla, verde y roja más tierna y jugosa, una armonía perfecta que no dejaba de mejorar.

Muchos años después, estábamos en pensión, de repente en pleno verano, fue el drama, fue fulgurante.

Una enfermedad mortal, el fuego bacteriano, en pocos meses acabó con el pobre peral Decano. Tuvimos que serrarlo, e incluso extraer las raíces para evitar contaminar el Conference. Se salvó y, aunque en menor cantidad, en el otoño, pudimos cosechar sus peras.

Pero la primavera siguiente produjo pocas flores y una helada tardía destruyó las que apenas estaban abiertas.

Ese otoño no hubo peras. Este triste escenario se repitió al año siguiente y esta vez el Conference no pasó el invierno.


Jean Claude Fonder

Balbec

Proust À l’ombre des jeunes filles en fleurs

Una bella pareja como tantas otras, se acercaba sobre la arena de un mar azul, pero con pequeñas olas blancas, ella llevaba un vestido con crinolina, se protegía con una sombrilla inmaculada; él, canotier en la cabeza, llevaba un pañuelo blanco sobre una chaqueta estival oscura. En los hoteles del dique, como verdaderos palacios, ondeaban las banderas de todos los países. En este comienzo de temporada, la brisa salada, algo de fuerte, transportaba un poco de arena para lastimar mejor mi cara ya bronceada.

Al final del paseo, distinguí por fin una pequeña hilera de muchachas que ondulaban ocupando todo el ancho de la acera. En el centro, como para dirigir la pequeña tropa, mi Albertina, de chaqueta azul sujeta por dos grandes botones blancos, empuja una bicicleta, con una amplia sonrisa. Desde aquí se oían sus pequeños gritos que surgían en medio de las cascadas de risas que estallaban a cada momento. Sin preocuparse por nadie, avanzaban decididamente obligando a los demás a contornearlas.

Pronto se me unieron, y se amontonaron a mi alrededor; cada una quería besarme, pero yo me retuve, quería abrazar primero a Albertina. 

Albertina, no lo sabía todavía, pero iba a tener un papel muy importante en mi libro. El libro de mi vida. En busca del tiempo perdido.

Estábamos en Balbec en Normandía, con mi abuela, pasábamos las vacaciones allí, y los recuerdos que guardé de ese período los he contado en un volumen que publiqué después de Por el camino de Swann, lo llamé A la sombra de las muchachas en flor.

Por supuesto que no me llamo Marcel, pero cuando veo el cuadro de Monet, Paseo en Trouville, solo puedo evocar la obra de Proust que me ha marcado tanto y que he releído tantas veces.

Quizás debería haberle contado lo que usted habría visto en Ostende sobre el dique como lo llamábamos cuando pasaba allí mis años de infancia.

El dique que domina la playa, en cierto punto es de 10 metros y está al mismo nivel en otro; es muy amplio y largo, muchos se pasean en cuistax, una especie de coche de 4, 6 e incluso 8 plazas donde cada pasajero está equipado con pedales. Por un lado, se domina una playa inmensa, sobre todo en marea baja, donde la arena dura es tan ancha que se pueden crear allí verdaderos campos de deporte; la arena fina está surcada con cortavientos para que los veraneantes que toman el sol casi sin ropa puedan hacerlo sin sufrir demasiado. Frente al dique, bordeado por restaurantes, bares, y sobre todo pastelerías que difunden impunemente el olor tentador de las crepes y los gofres, que gozan aquí de una merecida fama.

Encontraréis, por supuesto, una hilera de muchachas en flor, que estarán sin duda más desvestidas, pero no sé si seréis seducidos por sus encantos impresionistas y en vuestro sueño despierto oiréis la pequeña frase de Vinteuil.


Jean Claude Fonder

La cólera del abuelo

Tranvía de Copenhague
Paul Fischer (1786 – 1875)

—Abuelo, ¿por qué refunfuñas?
El anciano, vestido con un chándal lleno de marcas deportivas, mira la reproducción de un cuadro de Paul Gustav Fisher y, rojo de ira, se lanza a una diatriba inflamada:
— ¿Cómo quieren que me inspire? muy bonito, sí, pero ese mundo ya no existe. Tranvías similares todavía funcionan, cuando no se utilizan para hacer una publicidad degradante. ¿Has conocido recientemente a un hombre elegantemente vestido con sombrero de fieltro gris a banda negra y calzado de cuero que lee un periódico y lleva consigo un par de libros o bien una pareja de damas con sombrero estilo años 20 que usan guantes y charlan como si estuvieran en un salón, un ramo de flores odorantes junto a ellas para alegrar el ambiente? Y un controlador, ¿sabes? que amablemente acoge a los viajeros, les informa y comprueba sus billetes. Hay también un hombre que fuma un cigarro, eso no estaba prohibido en aquel entonces.
No, los tranvías de hoy están llenos, apenas puedes moverte, y aunque tienes derecho a sentarte como anciano, a menudo tienes que pedirlo. Por otra parte, no te ven y mucho menos te oyen, están sumergidos en sus celulares, tecleando a toda velocidad o escuchando una música ruidosa, auriculares en los oídos. De elegancia no hay rastro, están vestidos como yo en este momento, hay algunos hombres en trajes, pero con una mochila, o algunas chicas descaradamente desvestidas si vamos de camino a una discoteca el viernes por la noche. El controlador ha sido sustituido por máquinas para timbrar, la mayoría de las veces averiadas, pero en todo caso no se le presta mucha atención. Por el contrario, hay que tener cuidado de que no te roben en una multitud como esta, los profesionales de este deporte son muchos en los medios de transporte actual.
— Hay que adaptarse al momento, dice la joven, vestida también de forma deportiva. —Yo prefiero ir en bicicleta.
—Y yo en coche eléctrico —responde el abuelo que ha recuperado la sonrisa.


Jean Claude Fonder

El secreto de mi padre

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Era grande y ancho, su voz era grave, todo en él era impresionante. Cuando hablaba, su tono era definitivo, él decidía. Sin embargo, era amable con todos, nos escuchaba con benevolencia, con su ordenador hacía todo, lo dominaba todo. Él era el Padre.

Mi madre lo adoraba, pero lo criticaba, decía que era un hombre y que, si participaba en las tareas del hogar, siempre encontraba algo malo en lo que hacía. A pesar de estas pequeñas diferencias eran una pareja perfecta, tenían los mismos gustos artísticos, compartían las mismas ideas políticas y todo lo demás; nuestra madre aprobaba y apoyaba las decisiones que él tomaba.

Ella era pequeña y un poco gordita, pero un fular de Hermes atado alrededor del cuello le daba un cierto aire travieso; su sonrisa ancha y sus grandes ojos azules eran irresistibles. Su papel era importante en la casa, ella decidía todo en cuanto a estética, comida y vacaciones. Mi padre, sin embargo, se reservó una prerrogativa: había en medio del salón sobre una mesita una pequeña caja de caoba. Mi madre decía «No lo toques, es el secreto de tu padre». Era extraño porque en la casa no había prohibiciones, ni siquiera para mí, la pequeña. Apenas nací el hogar se formó. Era un matrimonio de tres personas, podríamos decir, tenía mis deberes, aunque tuviera que aprender, se me asignaba un papel que me parecía importante, nos gustaba vivir en una casa ordenada y, bueno, yo tenía que guardar los juguetes, por supuesto, pero también la vajilla, y las cosas de papá.

Poseía, pues, una pequeña caja de caoba colocada sobre la mesita del salón. Estaba cerrada con llave. No se podía abrir. Me moría por saber, era su secreto. El secreto de mi Padre. Mi madre no estaba curiosa, quizás lo sabía. Un día, cuando cumplí 18 años, no pude resistir y le pedí que abriera. Él me miró riendo y giró la llave. Dentro había otra caja, pequeña y de cuero esta vez. Había una pequeña tarjeta de visita, estaba escrito: «para abrir el 21 de agosto de 2025». Calculé que serían sus sesenta años de matrimonio.

Mi madre, por desgracia, murió antes de esa fecha, el 28 de marzo del mismo año. Mi padre, desesperado, rompió el sobre y abrió la caja.Brillaban en la habitación oscura: dos anillos de platino, uno pequeño y otro grande.


Jean Claude Fonder

El sueño bucólico

La costurera
Santiago Rusiñol (1861 – 1931)

Estaba rodeada de cestas que rebosantes de ropa blanca recién lavada y secada al sol. Un verdadero mar de sábanas blancas cuya espuma se esparcía apaciblemente sobre los adoquines rosados de la sala. La pequeña costurera sabiamente vestida afrontaba con su aguja el interminable trabajo que le esperaba. Las puertas-ventanas estaban abiertas para dejar entrar alegremente el aroma de hierba recién cortada que acompañaba los rayos primaverales que inundaban el gran jardín vecino. Todos sus sentidos estaban en alerta para recoger las expresiones de felicidad que la naturaleza experimentaba al despertar.
Su aguja corría sin pensar a lo largo de la costura que debía reparar. Un ruiseñor lanzó súbitamente su canto alto, un crujido de hojas en contrapunto y la fragancia delicada de un arbusto en flor llevaron los pensamientos de la joven a un sueño despierto. Recordó la sinfonía pastoral que había podido escuchar en Barcelona. Buscaba distinguir el sonido de la codorniz y del cuco que el oboe y el clarinete imitaban tan bellamente como la flauta del encantador ruiseñor. Creyó incluso percibir a lo lejos unos golpes de trueno entonados por los timbales que anunciaban la tormenta, la lluvia que luego refrescarían la atmósfera y la alegría que por fin celebrarían los caminantes al regreso del sol. Quién sabe, pensó, si algún bel sátiro entre ellos no estaba tocando su flauta. La chica comprobó rápidamente su traje, su peinado y con una bonita sonrisa se volvió hacia la puerta. Apareció una sombra, alguien se acercó y un joven apuesto echó una mirada maravillada a la bella costurera.


Jean Claude Fonder

Cadaver

Cadáver es el nombre de mi perfume, soy la fragancia exclusiva de una estrella muy conocida del cine.  «Succube chic«, la moda gótica que ha adoptado despierta sin duda al vampiro que duerme en todas las mujeres: vestidos negros, joyas entre lo sagrado y lo profano, y labios grises. Solo mi fragancia podía soportar un look demoníaco como ese, capaz de conquistar a cualquier macho que quedara a su alcance. Se encuentra la frescura de los lagos y ríos más allá del círculo polar y experimenta nuevos acordes: las notas aldehídas que dan un aspecto metálico, mineral a las flores de menta que me componen.

El desafío es siempre importante, las alfombras rojas son frecuentadas por mis colegas más famosos, Opium de Yves Saint-Laurent, Shalimar de Guerlain, Miss Dior de Dior y voy a citar todavía Chanel No. 5, el único que podría temer. En estas ceremonias, a las mujeres les gusta mostrar su cuerpo, sus pieles están expuestas a los focos, el sudor abunda y añade un componente sutil y personal a cada competidora. Ellas creen que el olor que propagan les ayuda a conocer a las personas adecuadas para una próxima película, o para obtener un comentario halagador en la prensa. 

Yo, por el contrario, creo que esos excesos de colores, esos pechos revelados, esas emanaciones sensuales, estos maquillajes extravagantes acaban por sobrar y que la sobria y neutra sencillez en la que mi patrona intenta en vano disimular la belleza natural de sus curvas y rasgos, es mucho más eficaz. En la noche de los Oscar ella me llevaba y mi fragancia asesina atrajo la atención de un actor cuyo nombre no les revelaré.

Quiso sentirla mejor, y ella le plantó sus lindos colmillos en el cuello.


Jean Claude Fonder

Pánico

Huyendo de la crítica
Pere Borrell (1835 – 1910)

—Señor Borrell, ¿por qué tengo que poner expresión de pánico?
El joven, que acababa de bajar del andamio sobre el cual el pintor había colocado un marco vacío que dejaba ver la tela negra tendida detrás de él, se acercó al artista para mirar la pintura. El pecho anchamente descubierto, la camisa en desorden, los pantalones revueltos, un pie sobre el borde inferior del marco, las manos agarradas a los lados, los ojos desorbitados, la boca que parece que va a gritar, había simulado durante mucho tiempo la actitud de alguien que huía de un peligro terrible y que no dudaría en precipitarse al vacío para escapar. Cuando vio el retrato que el pintor ya había esbozado ampliamente, quedó estupefacto. Un verdadero miedo lo inundó y su mirada buscó mecánicamente en el marco vacío lo que se escondía, un fuego por ejemplo, luego con cara interrogadora, se volvió hacia Borrell.
—Es un trampantojo, amigo mío. Parece más real que la realidad, ¿no? Bravo también por tu trabajo como modelo.
—Pero ¿por qué lo llamaste «Huyendo de la crítica»?
—¿Quién sabe si hablarán de mí si les huyo?


Jean Claude Fonder

Amor, vida y muerte


Jean Claude Fonder

Un cuento de Navidad

El amigo del muñeco de nieve
Vida Gabor (1937 – 2007)

—¿Cómo estás, amigo? Los años pasan y siempre hace demasiado calor en este estudio.
El hombre, riendo bajo su bigote, levantó el sombrero de copa. Estaba desaliñado, su camisa y su chaleco rojo fuera de los pantalones. Una gran bufanda amarilla rodeaba su cuello desabrochado, y su pajarita desatada. Tenía en la mano una buena botella casi vacía. El disfraz era perfecto, pero si nos acercábamos más se podía observar que llevaba una peluca de hombre calvo prematuramente, el pelo mal cortado y una falsa nariz demasiado roja. Todo ello ocultado por una gran cantidad de polvo de arroz desde el que se asomaba una barba de varios días.
La nieve, por supuesto, había sido proyectada delante de las grandes telas que recreaban un pequeño pueblo nevado y sus personajes inmóviles en el frío helado de una noche de diciembre. Una rampa de proyectores apuntaba sus rayos a nuestro borracho y al muñeco de nieve que saludaba. Este está hecho de cartón-piedra cubierto de nieve, con su escoba, su sombrero y su nariz formada por una zanahoria, parecía mirarlo.
Los destellos de relámpago de las fotos que se sacaban sobre el escenario para crear lo que se convertiría en tarjetas de felicitación. Uno de ellos fue más violento, con luz azul eléctrico. Una estrella muy brillante había aparecido en el cielo azul gris de la escena que pareció animarse desde ese momento.
—Es cierto —respondió el hombre de nieve que empezó a brillar cada vez más.
El borracho vacilaba, oscilaba, amenazando con caer sobre él. Un niño que había abandonado el trineo que su padre tiraba corrió hacia ellos y gritó:
—Apague esos focos, hay que protegerlo con esteras y añadir nieve, ¡se ve bien que se está derritiendo!


Jean Claude Fonder

Le canapé vert

En traje de noche, estaba sentada en una logia como en el teatro y contemplaba con asombro una pequeña ciudad antigua situada al pie de un volcán amenazador. La gente se dedicaba a sus ocupaciones, ligeramente vestidas como conviene en el azul mediterráneo de un cielo sin nubes. Un pequeño pueblo tranquilo donde me hubiera gustado vivir.

En primer plano sobre la amplia explanada del templo principal dedicado a algún Apolo rodeado por sus adoradoras, un sofá de color verde, idéntico al que he elegido para decorar mi boudoir. Tendido sobre él, un efebo completamente desnudo de extraordinaria belleza. Se parecía a Antinoo, al menos como lo describía Marguerite Yourcenar: «una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y ancha». Fue mi primer amante.

A unos pasos de él, bajando elegantemente los pocos escalones de una galería. Yo era rubia en ese momento y, también yo, desvelaba impúdicamente mi cuerpo como se ve natural en este escenario. Yo era muy hermosa.

Ambos somos perfectos, como lo son los modelos de cera, somos indiferentes y parece que no nos vemos el uno al otro. Como tampoco vemos a la joven, en el fondo, desnuda también ella, apoyada sobre una lápida, con el pelo suelto, llorando por el niño que acaba de perder. Era nuestro hijo.

Una detonación inesperada rompió el silencio de la escena, una oscuridad total invadió la habitación donde dormía: «se formaba una nube con el aspecto y la forma de un árbol y haciendo pensar sobre todo en un pino.» (Plinio el joven)

Jean Claude Fonder

El zapatito

El zapatero y la niña
Norman Rockwell (1894 -1978)

Caro había elegido su vestido más bonito, un pequeño vestido rosa con flecos que rimaba con un nudo del mismo color para embellecer su peinado. Ella abrazaba a su pequeña muñeca Juanita y llevaba una pequeña bolsa de barniz. Se sentía fresca y bonita, se examinó minuciosamente en el espejo que adornaba la puerta de su armario y se puso además un poco de perfume de su mamá, Chanel no5, un perfume floral muy femenino.

Así armada salió cautelosamente por la calle y recorrió vacilante las pocas decenas de metros que la separaban de la tienda del zapatero. Entró en la tienda, y lo que temía ocurrió, el zapatero no estaba detrás del oscuro mostrador, fue su hija quien la recibió con cejas fruncidas y una cara poco simpática.

— ¿Qué buscas aquí otra vez? — Gruñó ella, te dije que no vendemos nada para muñecas.

— Quisiera hablar con el señor José, tu papá.

— Trabaja abajo, no podemos molestarlo.

— Te lo ruego, Marta, es muy importante. 

Y se puso a llorar tan fuerte que desde el sótano se oyó gritar:

—Dios mío, ¿qué demonios está pasando?

Caro no esperó el permiso y se precipitó por las escaleras. José, el viejo zapatero, trabajaba en su banco, con la cabeza inclinada sobre un viejo y reticente zapato que intentaba reparar. La niña se precipitó sobre él, tirando a Juanita por el brazo. Con lágrimas en los ojos, sacó de su bolso un pequeño zapato negro y barnizado con la suela desprendida.

José tomó con delicadeza en la mano el pequeño y encantador objeto y, rascando los pocos cabellos que le quedaban, dijo con una gran sonrisa:

— No sé si tengo hilo lo suficientemente fino para coser la suela, pero voy a ver.

Caro se echó en sus brazos y cubrió con pequeños besos su cara arrugada que se escondía detrás de un hermoso bigote blanco.


Jean Claude Fonder

El contrato

Viento y Lluvia
Maurice Leloir (1853 -1940)

El Maestro Doyen, notario en Bruselas, luchaba ferozmente contra el viento y la lluvia que se apoderaban aquel día de la capital austríaca de los Países Bajos. Estaba acostumbrado a ello, era frecuente en este país. El mar estaba cerca, apenas 100 km hacia el oeste y nada protegía la ciudad levantada sobre los primeros contrafuertes de la meseta del Brabante, la llanura de las Flandes que se apodaba «Le plat pays» ofrecía solamente sus campanarios como obstáculos a las tormentas inglesas que atravesaban el canal de la Mancha al galope. 

Volvía del catastro donde se habían registrado las últimos escrituras de compraventa que había concluido en su gabinete.

Para llegar lo más rápido posible, había decidido que era mejor atravesar el parque delante del palacio del gobernador. Avanzaba con dificultad, el viento se había levantado inesperadamente. Envuelto en su redingote, tenía la carpeta llena de documentos bajo el brazo, protegido por su paraguas abierto y debía sostener también el tricornio que amenazaba con volarse a cada instante. De repente, ¡catástrofe! Su paraguas se volteó, y algunos documentos aprovecharon el movimiento que hizo para sujetar su paraguas para escapar y revolotear en el viento.

— ¡Mi contrato! —gritó.

Soltó su paraguas y corrió a buscar las hojas que parecían burlarse de él, se enrollaban, volaban y parecían sentir un malvado placer en hacerle correr. Finalmente, sobrecargados por la lluvia, las recogió y las deslizó cuidadosamente en su carpeta de la que reforzó las ataduras. Cuando llegara las apretaría entre dos papeles absorbentes para secarlos.

Suspiró por fin, ¡era su contrato! El contrato firmado por Josef II, el Emperador en persona. El contrato por el que se le nombraba notario en Trieste. El mar Mediterráneo, el sol, las playas, el palacio Miramar… Por fin iba a poder escapar de esta ciudad y de su mal tiempo.Como para darle la razón, las nubes se rompieron, un rincón de cielo azul apareció. Recogió su paraguas, lo puso en orden y se alejó silbando.


Jean Claude Fonder

La isla de los enamorados

Había llovido el día anterior, así que el aire estaba seco, el cielo azul muy claro, algunos cúmulos se escondían detrás de las montañas, la primavera entraba por la ventana cargada de perfumes embriagadores, la naturaleza se despertaba. Mónica miraba el lago azul grisáceo que rodeaba la pequeña isla y que revelaba sus misterios ante ella.

María, su hermana mayor, le había contado que la llamaban la isla de los enamorados. Más que una isla, era un islote rocoso cubierto de un poco de verdor, arbustos, la mayoría de follaje perenne cuyos variados tonos de verde se asociaban con felicidad a la piedra rosada de las rocas. Había muy pocos espacios abiertos. Se preguntaba cómo podría esconderse y cómo se hacía para desembarcar.

María contaba que hace mucho tiempo un joven guapo se había refugiado allí para huir de los perros que un mal padre, un rico comerciante, un propietario, había soltado contra él. Era un pescador que trabajaba en el lago, y un día la hija del comerciante, también joven y muy bella, le había pedido que la llevara al burgo vecino, al otro lado del lago. Unos meses más tarde, ya no podía disimular el tamaño de su vientre y la pesadez de sus pechos. El joven no dudó y fue a la tienda del padre para asumir sus responsabilidades.

Nunca se lo volvió a ver, pero algunos afirman que se pudo haber observado a un hombre casi desnudo que se escondía detrás de los arbustos de la isla. Desde entonces, la leyenda de los amantes que vivían en la isla salvaje alimentándose de bayas y de lo que podían pescar por la noche en el lago, se difundió cada vez más. Y ya no se pueden contar los episodios que las mujeres contaban susurrando en las cocinas cuando los hombres estaban ausentes. Un par de amantes prohibidos, otro joven guapo como un dios, una cortesana demasiado fácil que deshacía las familias, una bella joven virgen a la que se quería sacrificar en la cama de un horrible viejo rico, todos se imaginaban historias que poblaban la isla de sueños románticos.

Mónica, preguntaba, escuchaba, quería saber siempre más. Aquel día, acostada en el lago, tomando sol bocabajo se había quitado la parte superior del bikini y miraba con atención la isla, le había parecido ver una mancha más clara. Un hombre tal vez, ella pensó en Pedro cuando en el barco, sin camisa, él arreglaba las redes, le gustaba mirarlo a escondidas. Podría ser él. Se imaginaba con él en la isla, entonces se levantó y sin dudar entró en el agua y con grandes brazadas ella se dirigió hacia la isla, se sentía libre y hermosa. Al llegar cerca de las rocas, vio que eran abruptas y que no había manera de aferrarse para salir del agua, dio la vuelta lentamente, no hay forma de encontrar un punto de acceso, rocas por todas partes como pequeños acantilados, y, sin embargo, ella estaba segura de que había un hombre en la isla, Pedro. Era pescador, quizás con un barco que estaba más arriba, pero no había rastro de barcos. ¿Sus compañeros se lo habían llevado? Pero no, y los demás entonces, los que habían llegado a la isla huyendo.

Mónica empezaba a cansarse, nunca podría volver a la playa de la que había salido. Entonces, de repente, tras la última curva, vio una pequeña cala, también formada por altas rocas, pero estaba muy oscuro y estaba dominada por grandes árboles, probablemente pinos, todos retorcidos, y había dos grandes ramas que bajaban cerca del agua. Se acercó, había un hombre tendido en la rama, estaba completamente desnudo para trepar mejor, ella lo reconoció era Pedro. Y como si fuera un acróbata, le tendió la mano.

Jean Claude Fonder

Niñas leyendo

Niñas leyendo
Hugo Fredrik Salmson (1843 -1894)

-Pareces triste, ¿verdad, Eva?

La niña miraba a lo lejos. Su pequeña cara rubia de ojos claros estaba envuelta en un bonito pañuelo blanco, una cara de muñeca triste que tenía un libro abierto sobre sus rodillas.

Ingrid y María, sus dos compañeras, sentadas a su lado sobre un gran tronco de árbol leían abrazadas, mejilla contra mejilla, un cuento que parecía apasionante.

– ¿Qué es lo que leéis?

Las dos pequeñas rubias tampoco levantaron la vista y respondieron jadeando.

– Pulgarcito. Los pájaros se comieron todos los trocitos de pan que había sembrado para encontrar su casa. Y está en la casa del Ogro, el que devora a los niños pequeños que allí llegan.

– No se preocupen, Pulgarcito es inteligente y gracias a las botas de siete leguas todo terminará bien. Es un cuento de Perrault, ya lo he leído. Estoy leyendo otro, se llama Piel de asno. Es la historia de una joven muy hermosa que tuvo que huir del reino de su padre, hundiéndose en un feo pellejo de burro y manchándose de hollín. El rey que había perdido a su esposa se había vuelto loco y quería casarse con una mujer tan hermosa como la reina, su propia hija. Por eso, así disfrazada, fue a otro reino y encontró trabajo en una granja como criada para limpiar los pavos y el comedero de los cerdos.

– Es aún más terrible -exclamaron Ingrid y Marie-, ¿qué pasará luego?

– No lo sé. El príncipe heredero de este país pudo observar la belleza de Piel de asno mientras ella se vestía como princesa por los encantos que le dejó el Hada de las Lilas que la protegía. Se enamoró de ella en el acto y comenzó a languidecer porque no sabía cómo encontrarla.    Confesó que se llamaba Piel de asno y pidió a su madre la Reina que hicieran todo lo posible para encontrarla. Ésta hizo llegar a la corte un pastel en el que su anillo de oro estaba oculto…

Mientras decía estas palabras, una pequeña lágrima corría sobre su mejilla rosa.

– Tengo que leer el resto -confesó.


Jean Claude Fonder

El chico bueno

La máquina de discos brillaba y exponía sin vergüenza su mecanismo lleno de discos de 45 revoluciones en la pequeña sala. Alrededor había mesas y sillas de aluminio, la mayoría ocupadas por grupos de muchachas jóvenes que consumían sabiamente zumos de frutas u otras bebidas no alcohólicas. Siempre había mucha gente, los chicos estaban de pie junto al bar con la camisa ampliamente abierta y las chicas llevaban vestidos ligeros ajustados a la cintura. La falda en general era ancha, la hacían girar cuando bailaban. Porque se bailaba en este pequeño local abierto desde la hora de salida de las escuelas. Los jóvenes tenían apenas dieciséis años.

Ese día, el local estaba casi lleno, el humo era denso, se fumaba mucho y hacía calor. El jukebox no paraba de funcionar, la máquina se comía las monedas, las parejas bailaban sin parar, «Twist and Shout» gritaba John Lennon y todos bailaban furiosamente.

Una pareja en el centro de la improvisada pista de baile ocupaba todo el espacio; un chico guapo, bronceado, pelo castaño y corto, pantalones anchos, ojos marrones radiantes hacía girar a una hermosa muchacha en un boogie woogie llamativo. Ella llevaba una amplia falda negra que no paraba de revolotear al ritmo de sus zapatos deportivos, una blusa negra, cabellos negros recogidos hacia atrás, un gran mechón hacia delante enmarcaba un rostro pálido con labios rojos y sensuales. Poco a poco, los otros se detuvieron para admirar a estos bailarines acrobáticos y tan brillantes. La canción terminó, les aplaudieron y las chicas lanzaron gritos agudos.

La máquina de discos eligió oportunamente I Can’t Stop Loving You de Ray Charles. Un slow; María rodeó tiernamente con sus brazos el cuello de Carlos, apoyó todo su cuerpo movido por el ritmo, sobre el torso musculoso de su compañero. Le gustaba bailar con él, pero apenas lo conocía. Las clases aún no eran mixtas. Se habían conocido en la fiesta de la escuela, la danza los había reunido y desde entonces los dos se veían algunas veces en la Esquinada, el local que estaba cerca de la escuela.

Carlos no era como los demás, siempre un poco distante, no fumaba, no le interesaba el fútbol, normalmente no bebía, era un buen alumno y por eso no era apreciado por sus compañeros. El baile era algo diferente, su madre le había hecho tomar clases, eso le gustaba y se veía. Le encantaba encontrarse con María en la Esquinada, así podía bailar con una chica de su edad, y ¡qué chica! Ella tenía un cuerpo perfecto, flexible y firme, que también sabía acariciar, como ahora. Carlos tenía miedo de que se acercara a su pelvis. Ella iba a saberlo. A María no le importaba, su cuerpo no obedecía a nada más que a la música, pegado a Carlos se balanceaba lascivamente. Al final del disco, de puntillas, ella besó amablemente a su amigo, le dio las gracias y rápidamente saludó a sus amigas y se fue.


Unas semanas más tarde, Lena una rubia alta que se parecía a Brigitte Bardot por el fular que rodeaba descuidadamente su pelo levantado en un enorme moño entró decidida en la clase de literatura, seguida por un grupo de chicas de las que María también formaba parte. Carlos miró asombrado, cuando Lena se sentó a su lado arremangando su minifalda. Una sonrisa irresistible atravesó el óvalo perfecto de su rostro. Susurró:

—¿Me permites?

Carlos asintió con la cabeza mientras los chicos de la clase lanzaban silbidos. Carlos siempre estaba sentado en primera fila solo, las chicas se instalaron naturalmente junto a él en la parte delantera de la clase.

La profesora anunció que de ahí en adelante las muchachas participarían en la clase de literatura, lo que desencadenó otras reacciones desagradables. Ella pidió silencio, los muchachos se callaron, la conocían, no era tacaña con sanciones despiadadas. 

Mientras tanto, Lena había sacado un cuaderno, que parecía más un diario que una libreta. En cada página que hojeaba, se insertaba la foto de algún actor o cantante más o menos rodeada de flores y pequeños corazones de diversos colores. Abrió una nueva página, escribió la fecha y el título: “Curso de literatura” con su bonita escritura bien redonda y lo subrayó cuidadosamente con una regla. Se inclinó hacia él, un soplo de aire perfumado a verbena subió de su blusa.

—¿Me darías una foto tuya?, me gustaría dedicar esta página a mi nuevo compañero de pupitre. Una bonita en color, por favor.

Carlos la miró de nuevo, sin saber qué decir. Tenía el aspecto de una niña que había cometido una falta y que pedía perdón. La profesora lo miró con una mirada amenazadora. Era un hombre, así que solo podía ser culpable. Lena se enderezó con su orgullo inocente y le soltó con una mirada de reproche:

—Te esperaremos en la Esquinada después de clase.

Cuando Carlos entró, las cuatro chicas ya estaban sentadas en una mesa en el bar. Lena habló inmediatamente:

—Como puedes ver, todavía estamos vestidas como para ir a clase. A nuestros padres no les hemos dicho nada. Solo queríamos organizar una noche juntos para conocernos mejor, ahora que estamos en la misma clase y parece que tus amiguitos no nos aprecian. —dijo con una sonrisa carnívora. ¿Qué te parece este viernes a las ocho de la noche en este local, de vuelta antes de medianoche, por supuesto?

Carlos miró a María, ella giró la cabeza como para marcar su desacuerdo, Marta y Julia le dedicaron sus sonrisas impermeables. Él respondió que debía pedir permiso a su madre. Lena, que ya estaba de pie, soltó una carcajada espontánea y desvergonzada y lo besó en la boca.

—Hasta mañana, —dijo ella, y lo empujó hacia la puerta.

María la fulminó con la mirada.

—No lo trates así, Carlos es un buen chico.

—Eso es, quieres quedártelo para ti sola. ¿Es tu novio quizás? No. Bueno, pues la competición está abierta. Es un hijo de papá, uno de los mayores mercaderes de la ciudad. Nunca querrá a una chica como tú, una hija de nadie, la hija de un obrero.

María quiso abofetearla, pero su amiga Marta la retuvo. Entonces tomó su bolso y se fue dando un portazo furioso. Marta corrió detrás de ella.

La alcanzó fácilmente, era también muy deportiva. Un poco más adelante, María se detuvo y se sentó en un banco. Marta se unió a ella.

—¿Estás enamorada de Carlos? Es muy guapo, tengo que admitirlo.

—¡Nooo! Lo conozco de la Esquinada, bailamos juntos el boogie. Es muy fuerte, formamos una buena pareja.

—Vamos, no es verdad, veo cómo lo miras y lo defiendes.

—Está bien, me gusta, pero apenas lo conozco. Nunca me ha ofrecido un trago.

—Bueno, pero ahora sabes que Lena le ha echado el ojo.

María la miró un poco perpleja. Marta era más alta que ella, musculosa pero muy delgada. El pelo rubio largo, no era su color natural, por supuesto. Con los ojos marrones oscuros, no se podía decir que fuera hermosa, pero sí honesta y directa, muy agradable.  


La tienda de los padres de Carlos tenía dos entradas. En realidad, se trataba de dos casas que formaban un ángulo recto y que se unían por la parte trasera para formar un único edificio. La planta baja constituía así un gran espacio de venta. Por un lado, en la calle principal, los pisos residenciales por el otro las oficinas y el almacén. Era bastante importante, se vendían artículos de ferretería, accesorios y pintura para automóviles y utensilios domésticos. La empresa, que también funcionaba como mayorista en toda la región, pertenecía a dos hermanos y una hermana. Uno de ellos, el padre de Carlos, que se llamaba Luis, era el director y su madre dirigía las oficinas. Carlos, que era el mayor de todos los niños de la familia, era considerado por todos como el heredero. 

Entró por la parte de los enseres domésticos, en la calle más pequeña; las oficinas estaban justo encima. Subió de cuatro en cuatro las escaleras en espiral, desembocó en una gran habitación, su madre estaba en la esquina izquierda cerca de la ventana. Su oficina era un poco más grande que las otras; una enorme máquina que hacía las facturas llenaba el espacio. Elena era una mujer rubia alta y hermosa, se levantó al verlo llegar, abrió los brazos y lo acogió con efusión como si no se hubieran visto desde hacía mucho tiempo.

—Cuéntame todo —dijo ella sonriendo y echando un vistazo a su hermana Cristina que se había acercado.

Elena, por supuesto, le permitió reunirse con las chicas el fin de semana, pidió que le contara dónde estaba la Esquinada y le recomendó no sobrepasar la hora. 

—Ve a estudiar a tu habitación, nos vemos a la hora de la cena.

Apenas había salido, por un pasillo que lo llevaba a la otra casa, Cristina preguntó:

—¿Quién será esa Lena? Tal y como él la describe, tengo la impresión de que es la hija de esa perra de Gloria. No solo Luis anda por toda la ciudad con ella, sino que ahora es su hija la que corre detrás de tu hijo.

—¡Ah! Pero no va a ser así. Ya me ocuparé yo de ello. —decretó la madre de Carlos.


A la mañana siguiente era jueves, después del recreo había clase de literatura. Las chicas ya estaban en clase; Lena acogió a Carlos, con un vestido corto y con sonrisa de propietaria, se levantó para hacerlo pasar y le dio, de paso, un beso sonoro. Carlos notó la ausencia de Julia, y encontró la explicación abriendo su cuaderno.

“Carlos, tengo que ausentarme por razones médicas. Me dicen que eres el mejor estudiante de literatura. Por supuesto que sé dónde vives, me permitiré pasar a verte esta tarde, para que me actualices. Gracias de antemano”.

El billete estaba escrito cuidadosamente con una pluma en una media hoja de cuaderno que ella había deslizado en el suyo. En el fondo se sentía halagado, nunca ninguno de sus compañeros le había pedido un servicio de este tipo y además estaba contento de que fuera una chica.

Después del almuerzo, que había tomado con su tía Cristina y su hermano, —su madre ese día estaba de viaje —, Julia se presentó. La muchacha de servicio la hizo entrar en el salón. Causó una buena impresión a su tía. Llevaba pantalones negros que llegaban hasta los tobillos y una camiseta del mismo color. Con su corte de pelo, parecía muy varonil. Su tía hizo servir el café a Julia y subieron juntos al piso donde tenía su habitación. Julia lo precedía, no pudo dejar de percibir que su cuerpo y el perfume natural que desprendía le hacían efecto. 

Cuando Julia entró en su habitación, se detuvo bruscamente y Carlos, que no lo esperaba, la atropelló como un coche que había frenado bruscamente delante de él. Se retiró ruborizándose. ¿Se había dado cuenta del estado en que se encontraba? Miró la pared de su habitación como si entrara por primera vez.  Una gran reproducción surrealista de Dalí cubría en gran parte el muro delante del cual estaba instalado su escritorio: Sueño causado por el Vuelo de una Abeja alrededor de una Granada un Segundo antes del Despertar. Esta obra le gustaba especialmente, pero no era la única, Delvaux y Magritte también estaban presentes, muchas desnudeces, sobre todo femeninas a veces provocantes. Fue su madre Elena quien le transmitió el gusto por los surrealistas, lo llevó a sus exposiciones y le ofreció hermosas reproducciones para decorar su habitación. «A su edad, es mejor esto que esas horribles revistas que circulan entre los adolescentes», le dijo a su hermana.

—Tienes buen gusto, —dijo Julia con los labios apretados.

Carlos tomó el cuaderno de notas de su maletín, se lo entregó, y luego se sentó a su lado. Ella lo miraba, con el pecho bien erguido, sus pezones apuntaban bajo su camiseta. Abrió el cuaderno, en la primera página había un cuarteto:

Ella vuela, su cuerpo ardiente vuela, vuela
Mis brazos la reciben como una alcoba
Ella baila como una loca, se arremolina
Y la música para, mi corazón a volar se echa.

Julia, lo leyó. Desconcertada, lo releyó de nuevo. Carlos pasó las páginas hasta dar con la lección por estudiar. 

—Victor Hugo, exclamó Julia, —Notre Dame de Paris. ¿Te gusta? Es mi favorito.

Y sin más preámbulos, recopiló cuidadosamente las notas, hizo muchas preguntas. Evidentemente, Carlos ya lo había leído y tenía respuestas para todo. Julia tuvo que admitir que sólo conocía la película. 

Ella lo miró un largo rato, se levantó, se acercó al Elogio de la melancolía, de Delvaux que desvelaba impúdica a una mujer abandonada. Se impregnó de su triste mirada, se volvió hacia Carlos, le dio un beso en la comisura de los labios y se despidió.


Marta se echó a reír cuando Julia le contó al día siguiente su cita con Carlos. Ella llevaba su traje deportivo de entrenamiento, muy ajustado, su vientre al descubierto, y las nalgas levantadas por una braga reforzada para tal fin.

—Carlos está enamorado de María, dijo segura. Pero es su madre la que llena su habitación de Delvaux, hay que verlo para creerlo.

Salió corriendo y volvió a decirle a Julia.

—Veré si lo encuentro en el parque, no podemos dejarlo a merced de Lena.

Los grandes castaños que protegían el recorrido emitían un susurro que marcaba el ritmo de su carrera. Sus largas piernas funcionaban a pleno ritmo, su cuerpo parecía tensarse en el esfuerzo, su piel brillaba de sudor. Fue entonces cuando lo vio, él también corría, una camiseta sin mangas demasiado ancha flotaba alrededor de su torso desnudo, estaba sincronizado con ella, sentía su corazón latiendo con el suyo. Ella se reunió con él y corrió un momento a su lado, luego ambos desaceleraron, se detuvieron, y sin decir nada le pasó los brazos alrededor del cuello, pegó su pelvis contra la suya, apretó, apretó hasta sentir la satisfacción que no hizo más que unirse a la suya. Él quiso besarla, pero ella lo rechazó con sus palabras.

—Las mujeres también deseamos a los hombres. Una mujer enamorada espera un gesto.

Y se fue corriendo.


La Esquinada a las siete estaba casi vacío. La escuela los viernes terminaba mucho antes. Los jóvenes volvían a casa para ir a cenar y salían después. Hacia las ocho empezarían a llegar. Nadie prestó atención a dos jóvenes mujeres que entraron resueltamente. Las habrían tomado por gemelas, cada una vestida con un pequeño vestido recto tipo Chanel hasta la rodilla. Eran Elena, la madre de Carlos, y Cristina, su tía, ambas llevaban una peluca castaña y unas grandes gafas oscuras en forma de corazón. Se instalaron en un rincón cerca de la puerta de entrada, desde donde veían todo. Si no fuera porque tenían otro interés, se habrían lanzado a bailar. 

Pronto llegaron las primeras chicas. Era como estar en Carnaby street. Cada vestido más corto que el anterior. Julia y Marta llegaron juntas y ocuparon la mesa estratégica que habían reservado cerca del jukebox. Marta llevaba un pequeño vestido recto muy corto de color amarillo, su pelo levantado en un top de moño como estaba de moda. Su vestido tenía una gran apertura en la espalda, ella había renunciado sin problemas al sujetador. Julia había elegido una pequeña falda escocesa plisada que escondía muy poco de sus bragas cuando se movía. Tenía el pelo corto y su blusa era blanca y muy transparente. 

Un poco más tarde, hizo una entrada espectacular una joven de abrigo blanco, corte Courrèges, es decir, en forma de trapecio, el pelo marrón oscuro con forma de casco, una peluca por supuesto. Abrió su capa con las dos manos, la dejó deslizar por detrás de ella como lo hacen las modelos, descubriendo así un vestido blanco, trapezoidal y muy corto con tres enormes círculos transparentes a un lado que dejaban claramente entrever el nacimiento de los pechos y las curvas de la cintura y de las nalgas.

—Es Lena, —dijo Elena a Cristina a media voz. —¿Cómo ha podido conseguir ese vestido de alta costura? Esta vez no será Luis quien pague. —Añadió. Controlo todos los gastos bajo la supervisión del consejo de administración. La hermana y el hermano probablemente no estarán de acuerdo en pagar este tipo de locura a la favorita del momento.

Lena se dirigió inmediatamente a la mesa de las chicas, puso el abrigo sobre la silla y sin saludar se instaló delante de la máquina de los discos y se puso a estudiar la lista de títulos. Eligió Let’s Twist Again de Chubby Checker y otros del mismo cantante. El acorde inicial no dejaba dudas, era un twist, y el espectáculo comenzó. Los chicos que arrastraban su indolencia hacia el bar, se fijaron en la chica y sus ojos parecían salirse de las órbitas, luego uno de ellos se sumergió en el ritmo incandescente que también desencadenaba a Lena. Su vestido descubría por instantes la orgullosa belleza de su cuerpo. Pronto todos bailaron a su alrededor como los adoradores de una divinidad pagana africana.

Elena estaba furiosa, quería levantarse y luchar contra la vil bailarina que parecía desafiarla. Cristina la retuvo imperiosamente. Por otra parte, Marta y luego Julia habían dejado su asiento para mezclarse con el grupo de los machos y ofrecer, en esta especie de Sagra della Primavera que Béjart habría actualizado, otros cuerpos femeninos a la concupiscencia de los machos.


María había esperado hasta el último momento para prepararse. No sabía si debía ir a la Esquinada. Le encantaba bailar con él, pero esta noche no sería como las pequeñas escapadas después de clase, cuando se encontraba exhausta en los brazos de Carlos después de un boogie desenfrenado. Ya se imaginaba cómo se vestiría Lena, sería escandalosamente sexy. Acapararía la atención de todos y la de Carlos ciertamente. Marta le habría contado todo, no se resistiría.

Se puso unos simples pantalones vaqueros con una blusa corta y zapatos deportivos, salió y se dirigió hacia el parque. No, no iría, no competiría con las otras chicas y menos con esa estúpida Lena, para seducir a ese chico. Era simpático, por supuesto, bailaba como un Dios y era atractivo, eso tenía que reconocerlo …

Se sentó en un banco que parecía tenderle los brazos, acogerla como un tierno amante, quería pasar con ella una velada romántica bajo un cielo de terciopelo morado para escuchar las confidencias demasiado íntimas que su conciencia no quería desvelar.

Las estrellas brillaban en el cielo de sus pensamientos, el poema, las pinturas, Dalí, Delvaux, Victor Hugo, la carrera, … todo lo que Marta le había contado y que no hacía más que aumentar la confusión de sus sentimientos.

Percibió una sombra detrás de ella, se volvió, una sonrisa la miró, y simplemente le dijo:

—Vamos a ir juntos.


Alguien había elegido algunos lentos para interrumpir la cadena interminable de twists, las parejas se formaban, la música lenta favorecía los acercamientos. Julia bailaba de cerca abrazada a un chico guapo que según ella se parecía a James Dean. Ella no parecía intencionada a soltarlo. Marta, que todavía no había dado con la horma de su zapato, había vuelto a la mesa donde discutía con animación con Lena que decía:

—¿Dónde están, por el amor de Dios? Ya son las nueve y no están aquí, ninguno de los dos. ¿Qué significa eso? No me gusta.

No era la única que se preocupaba. Elena interrogaba a Cristina:

—Cristina, ¿dónde está Carlos? Salimos temprano para venir aquí. No pensé que llegaría tarde.

De repente, la puerta se abrió, María entró con Carlos, se tomaban de la mano.

Carlos reconoció a su madre al momento, la fusiló con la mirada y acompañó a María a la máquina de discos. Introdujo las monedas y los códigos que conocía de memoria. No miraron a nadie, y se volvieron hacia la pista que se vaciaba lentamente como para dejarles sitio.

Tres acordes de guitarra marcados por la batería como un signo de interrogación, y la voz de color miel del gran Elvis se desató en un Jailhouse rock infernal. Carlos y María, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se pusieron a saltar sostenidos por el ritmo infernal de la canción, él la hacía piruetear en la punta de su brazo, la volvía a atrapar por la cintura, la relanzaba, la recogía para deslizarla entre sus piernas y la levantaba bajo los aplausos, sin parar de saltar brillantemente. Todos en el bar se habían levantado y los miraban con entusiasmo.

Lena gritaba. Estaba furiosa, se lo habían robado. Esa perra, esa María, le había robado al chico que había elegido. Tomó una silla y con todas sus fuerzas la arrojó a las piernas de la bailarina. 

María se desplomó, Carlos se precipitó. Elena se abalanzó sobre Lena, la abofeteó varias veces y la empujó fuera. Ella corrió hacia su hijo, pero él no tenía ojos más que para su María, a la que sostenía abrazada.

—Mi amor, mi amor, —le gritaba Carlos aterrorizado a María que parecía no verlo. Entonces le dio un largo, largo beso de amor. 

María cerró los ojos y se lo devolvió pasionalmente.


Jean Claude Fonder


El niño

Jailhouse Rock y su ritmo frenético hizo temblar todo el apartamento.  Los bafles estaban ajustados al máximo de su potencia, era una pequeña fantasía que se permitía en medio del día cuando todos estaban trabajando en la ciudad. Su foto estaba sobre el muro detrás del estéreo, una voz joven cantaba las letras en español: El rock de la carcel. Era él quien cantaba, en aquella época lo llamaban El niño. Era famoso.

Hoy, hace mucho tiempo. Había ganado bastante dinero, pero no había durado, había envejecido, la moda había pasado, a los cuarenta ya no se parecía tanto a Elvis. Había intentado continuar con otro repertorio, sin éxito. Se había reconvertido en contabilidad, trabajaba en un banco. 

Los fines de semana con su grupo, seguían reuniéndose para animar pequeñas fiestas, bodas, cumpleaños. Toda su vida desde los 16 años había estado dedicada a la música, ahora a casi ochenta años tuvo que contentarse con escuchar sus grabaciones.

En ese momento llamaron a la puerta.

Bueno, pensó, es la misma harpía del primero, que viene a quejarse, bajó el volumen, se reajustó, abotonó la chaqueta de luz como la que Elvis llevaba en su último concierto, recogió lo que podía parecer a un tupé que aún lograba ostentar con su poco de pelo de negro. Abrió la puerta.

—Adolfo Suárez, ¿supongo? —preguntó un joven vestido totalmente de negro, con el pelo negro también peinado según la moda actual, un bonito cepillo elevado y los contornos afeitados.

—Elvis! —le respondió El niño, atónito.

En efecto a algún detalle cerca se parecía fuertemente al personaje que era representado sobre la portada de Jailhouse Rock.

Entonces vio los documentos que el muchacho tenía en sus manos la tarjeta de donante con identidad revelada que era la suya. Nunca con su vida desordenada, hecha de giras y viajes, había construido una relación duradera con el sexo femenino, pero como esperaba tener un heredero, había contactado con esta empresa especializada y contratado un papel de donante con la posibilidad para su hijo adulto de encontrarlo.

— Eres mi hijo —dijo con el corazón que le iba a mil.

El chico le hizo una gran sonrisa y en sintonía con el rock que seguía dando ritmo a la escena a voz baja, y, como solo Elvis sabía hacerlo, se contoneó y puso adelante una guitarra imaginaria.

Jean Claude Fonder