El diezmo

La noticia corrió como la pólvora y, a lo largo de la tarde, sobre todo entre la gente menuda, se convirtió en la comidilla del pueblo.

A Saulo, Luis, Martín y Noé les pilló en el patio del colegio.

—E…está mañana los vi -dijo Saulo con el característico tartamudeo que tanto le avergonzaba- La…l-la están i…instalando en el descampado que está detrás de la iglesia. H-he visto como están levantando la no-noria.

Sus amigos aplaudieron con júbilo. Atrás quedarían al menos por unos días las  aburridas tardes tirando piedras al río o molestando a los gatos de la vieja Eulalia que, acostumbrados, ya ni se inmutaban por ello.

—Y ¿Viste si habría montaña rusa? -preguntó con ansiedad Martín.

—S-si -respondió el primero, asintiendo repetidamente con la cabeza- Y-y también co-coches de choque.

Todos suspiraron en silencio. Era la hora del recreo, y cada uno se dejó arrastrar por la imaginación hasta su atracción preferida mientras daban buena cuenta de la merienda.

Sí. La feria había llegado. Y los operarios se estaban dando mucha prisa a fin de tenerlo todo listo para el día siguiente. Como todos los años, habría pimpampum, casa del miedo, tiro al blanco, y muchas cosas más, pero lo que más llamaba la atención era la Gran Rueda de la Fortuna que se anunciaba a bombo y platillo como sorpresa. Al menos, así figuraba en los papelillos de propaganda que se repartieron por todo el pueblo.

Al día siguiente, que era sábado, la feria abrió como estaba previsto. En cuanto los operarios retiraron las vallas que impedían el paso, la gente se lanzó en tropel a las entrañas de aquel universo de luces y algarabía. Los cuatro amigos fueron de los primeros en pasar y, dispuestos a disfrutar de una tarde inolvidable, no se dejaron ni una sola atracción atrás, desde el pimpampum a la casa de los horrores; se atiborraron el estómago con todo tipo de chuches, y cuando por fin parecía que no había nada que pudiera superar lo vivido, se toparon con la fascinante Rueda de la Fortuna. Por un rato permanecieron mudos ante aquella maravilla, sucios sus rostros, cargados de golosinas sus bolsillos.

Se trataba de una luminosa plataforma de madera pintada, que giraba, oscilaba, subía y bajaba, todo a la vez. Sobre ella se habían dispuesto varias filas de asientos con aspectos de seres mitológicos que también subían, bajaban y giraban de modo independiente, y colocada en medio de la misma se erigía la divertida figura de una bruja que se desplazaba entre los asientos repartiendo escobazos.

Los altavoces animaban a los indecisos a probar suerte y los cuatro amigos corrieron a montar sobre sus animales preferidos. En cuanto el resto de las localidades estuvo ocupada, el artilugio se puso en marcha, con chirriante lentitud al principio, luego con inesperada suavidad a medida que la velocidad fue aumentando. La música estridente y los gritos de satisfacción o sorpresa llenaban el aire, pulsando con una energía que parecía provenir de otra esfera. Y mientras giraban, una densa neblina comenzó a aislarlos, como si la realidad se hubiera desdoblado en dos dimensiones distintas. Para el público, la rueda se hizo casi invisible. 

Entre tanto, dentro de ese vórtice de misterio, cada uno de los muchachos experimentó una revelación singular: a Saulo, que no volvería a tartamudear; a Martín, que algún día se convertiría en un empresario de éxito; a Luis, que finalmente sus padres lo iban a llevar de vacaciones a Disney. 

Cuando, luego de unos minutos la máquina paró, los chicos bajaron despeinados y sonrojados, pero felices.  Salvo Noé, al que todo el mundo buscó. Era como si se hubiera desvanecido. De inmediato se investigó tanto a la máquina como a los feriantes, hubo rumores para todos los gustos, todos sin consistencia, y ante la falta de respuesta, conforme pasaron los días el asunto pasó a la  categoría de misterio. La feria que tuvo que paralizar de inmediato sus actividades, estuvo varios días precintada y en cuanto pudieron, los feriantes desmantelaron las instalaciones. Al decir de la vieja Eulalia, jugar con el azar exige siempre el pago de un diezmo como contrapartida.

Por supuesto, la feria no volvió nunca más a aquel pueblo.


Sergio Ruiz Afonso.