
Ya era muy viejo cuando lo conocí. Había llegado al valle mucho antes que cualquier otro. Incluso mucho antes que los indios, que se tenían a sí mismos por los primeros. Sabía si iba a hacer bueno tan sólo con olfatear el aire, y se decía que era de aquellos pueblos antiguos de donde había adquirido tales conocimientos.
Según él, nada era producto del azar. La vida era una ciencia exacta y con la lectura correcta se podían predecir los efectos futuros. Especial atención le prestaba a lo que él denominaba como días amarillos, épocas regidas por leyes extraordinarias que podían influir para bien o para mal en nuestras vidas. Y nunca se equivocaba.
Podía prever con precisión la productividad de una cosecha percibiendo la más mínima variación en la humedad. Sabía si un asunto iba a ser malo o bueno, y no sólo en el ámbito agrícola. Era como si tuviera una facultad para apreciar lo excepcional. Quizá tuviera que ver con la manera en que hubiera salido el sol, la emanación de una invisible energía, o a un imperceptible cambio en la forma de volar de las aves. Pero a su decir, los días amarillos siempre traían consigo consecuencias.
«A veces -decía-, se trata precisamente de no actuar.
“Si siembras en un día así perderás la cosecha; cualquier negocio que emprendas no resultará rentable. Es mejor sentarse a esperar a que pase y no hacer nada” -se le escuchaba murmurar.
Tales días eran impredecibles. De repente, una mañana se asomaba a sus tierras, miraba al cielo y magullaba para sí: hoy está el día amarillo. Entonces se metía en la casa, cogía algunas latas de cerveza y se sentaba en el porche, acomodándose en su vieja mecedora para dejar sumergir la mirada en el lejano horizonte hasta que su consciencia se sumía en una ausencia contemplativa. Ese día no trabajaba. Si le preguntabas por qué actuaba de esa manera, te miraba a los ojos con fijeza mientras disfrutaba de un pausado trago. Luego, se secaba la boca con el dorso de la mano y finalmente sentenciaba: «¿No te lo he dicho ya? Hoy está el día amarillo” Y se limitaba a exhalar un suspiro profundo detrás del que no venía ninguna otra respuesta, como si con aquellas palabras hubiera quedado todo aclarado.
“No es nada fácil de explicar -repetía a los más insistentes-. La respuesta está en la misma naturaleza. Sólo debes aprender a mirar”.
No sé que pudo haber existido de ciencia en todo ello, pero sí que después de su fallecimiento los días amarillos se convirtieron en interminables: las primeras señales las trajeron las prolongadas sequias, luego el Dust Bowl con la ventisca negra, y como colofón el bicho del maíz que acabó con lo poco que quedaba. Los agricultores que hasta entonces habían resistido tuvieron finalmente que rendirse. El dinero ahorrado se fue agotando y se vieron obligados a desprenderse de aperos y animales hasta finalmente tener que mal vender también las tierras, y cuando ya no les quedó nada, apenas algo de salud, se inició una desesperada peregrinación de este a oeste, luchando por unos mendrugos de pan, con el único fin de sobrevivir.
Aun así, no lo perdimos todo. Algo nos dejó aquel granjero en herencia: la dignidad y la convicción de que siempre hay que seguir luchando.
La mayoría de los autores que participan en esta revista han colaborado a la creación del libro:
- Los colores que no vi mientras me rompía por Carolina Margherita
- Amarillo por Gloria Rolfo
- Amarillo por Marcela Saavedra
- Amarillo sin límites por Graziella Boffini
- El amarillo de la primavera por Blanca Quesada
- El coche por Jean Claude Fonder
- El vestido amarillo por Raffaella Bolletti
- La portada de mi libro es amarilla por Silvia Zanetto
- Los días amarillos poe Sergio Ruiz
- Misterio por Leda Negri


