El coche 

— ¿No tienes coche, abuelo?

La pregunta le tomó desprevenido. Apretó un poco más el volante, parpadeó para aclarar la vista. ¿Podía seguir conduciendo? En Bélgica su licencia era de por vida. Miró a la adolescente que le sacaba su mejor sonrisa. Todo en ella evocaba la juventud, era bella y corta vestida. ¿Tenía ella alguna duda?

Tenía más de 80 años y había conducido todos los coches imaginables. Su primer coche, un Ford Taunus de segunda mano que lo había prestado su padre. A los 16 años ya había dado sus primeros pasos. Cuando en Bélgica unos años más tarde se instauró el permiso obligatorio, le había bastado declarar que sabía conducir, y le entregaron este documento que ahora, después de su regreso de Italia, había podido recuperar en forma de tarjeta electrónica. Allí su patente italiana ya no sería válida sin pasar un examen médico.

— Cuando trabajaba, conducía un vehículo de empresa, me lo cambiaban cada tres o cuatro años, eran de todas las marcas, cada vez más grandes y más modernos. Cuando me jubilé, en vez de comprar uno, vivía en el centro de Milán, cuando nos desplazábamos, además de los atascos, la idea de encontrar un lugar para aparcar era una pesadilla, preferí alquilarlos. Como para los coches de empresa todo está incluido y, sobre todo, yo solo pago por el tiempo que lo uso y donde me sirve, al salir de un avión, por ejemplo. Me pareció bien y como puedes imaginar, conduje de todo, incluso los coches eléctricos.

— ¿Cuál te gustó más?

Una imagen surgió en sus pensamientos, el Volvo. El primer coche que habían comprado nuevo, lo habían mantenido 15 años, era como parte de la familia, fue su esposa quien eligió el color. Juntos habían recorrido toda Italia de vacaciones, cuando él soñaba aún con poder trabajar allí algún día. Tenían entonces una casa en el campo, y la aparcaba bien a la vista sobre la pequeña rampa que subía hacia el garaje.

— Mi Volvo, respondió.

— ¿Y por qué?

— Era de un hermoso color amarillo


Jean Claude Fonder