La Noche estrellada 

La Noche estrellada, Van Gogh (1889)

El partido de tenis había terminado con una derrota del español Alcaraz, la pantalla estaba apagada, me encontré solo en el apartamento inmerso en la oscuridad, atrapado por la intensidad del juego no había encendido nada. La noche de Bruselas llena de oficinas innecesariamente iluminadas invade mi soledad.

Una cama vacía, fría de una ausencia que el calor veraniego no podía justificar, me esperaba. Volví a pensar en la noche estrellada de Van Gogh y en el micro cuento que debía escribir para septiembre, cuando retomaremos. El estilo que Van Gogh había creado genialmente para realizar sus últimas obras maestras reflejaba perfectamente el caos de mis propios sentimientos. Comprendía terriblemente bien esas curvas que se superponían como las ondas de un mar enojado, la confusión fluctuante que rodeaba las luces que poblaban el cielo de la ciudad dormida que se negaba a comprenderme. Este enorme ciprés que atestiguaba impasible el luto que irremediablemente me tocaba.

Me colé entre las sábanas y extendí mi brazo hacia el lugar de la ausente, abracé el cojín que nunca podría sustituirla.

Mis pensamientos volaron para imaginar una historia que la noche podría sugerirme. El calor se hizo más intenso, sentí a mi lado lo que debía ser un cuerpo, la curva de una cadera, la redondez de una nalga, alguien se había metido en la cama. Tenía el pelo largo, sus formas no permitían dudar de ello, era una mujer. La acaricié tiernamente. Se dio la vuelta y me abrazó con una gran sonrisa. Era Ella.


Jean Claude Fonder