
Santiago Rusiñol (1861 – 1931)
Estaba rodeada de cestas que rebosantes de ropa blanca recién lavada y secada al sol. Un verdadero mar de sábanas blancas cuya espuma se esparcía apaciblemente sobre los adoquines rosados de la sala. La pequeña costurera sabiamente vestida afrontaba con su aguja el interminable trabajo que le esperaba. Las puertas-ventanas estaban abiertas para dejar entrar alegremente el aroma de hierba recién cortada que acompañaba los rayos primaverales que inundaban el gran jardín vecino. Todos sus sentidos estaban en alerta para recoger las expresiones de felicidad que la naturaleza experimentaba al despertar.
Su aguja corría sin pensar a lo largo de la costura que debía reparar. Un ruiseñor lanzó súbitamente su canto alto, un crujido de hojas en contrapunto y la fragancia delicada de un arbusto en flor llevaron los pensamientos de la joven a un sueño despierto. Recordó la sinfonía pastoral que había podido escuchar en Barcelona. Buscaba distinguir el sonido de la codorniz y del cuco que el oboe y el clarinete imitaban tan bellamente como la flauta del encantador ruiseñor. Creyó incluso percibir a lo lejos unos golpes de trueno entonados por los timbales que anunciaban la tormenta, la lluvia que luego refrescarían la atmósfera y la alegría que por fin celebrarían los caminantes al regreso del sol. Quién sabe, pensó, si algún bel sátiro entre ellos no estaba tocando su flauta. La chica comprobó rápidamente su traje, su peinado y con una bonita sonrisa se volvió hacia la puerta. Apareció una sombra, alguien se acercó y un joven apuesto echó una mirada maravillada a la bella costurera.
- Ya publicado en Alquimia Literaria
Jean Claude Fonder

