
En traje de noche, estaba sentada en una logia como en el teatro y contemplaba con asombro una pequeña ciudad antigua situada al pie de un volcán amenazador. La gente se dedicaba a sus ocupaciones, ligeramente vestidas como conviene en el azul mediterráneo de un cielo sin nubes. Un pequeño pueblo tranquilo donde me hubiera gustado vivir.
En primer plano sobre la amplia explanada del templo principal dedicado a algún Apolo rodeado por sus adoradoras, un sofá de color verde, idéntico al que he elegido para decorar mi boudoir. Tendido sobre él, un efebo completamente desnudo de extraordinaria belleza. Se parecía a Antinoo, al menos como lo describía Marguerite Yourcenar: «una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y ancha». Fue mi primer amante.
A unos pasos de él, bajando elegantemente los pocos escalones de una galería. Yo era rubia en ese momento y, también yo, desvelaba impúdicamente mi cuerpo como se ve natural en este escenario. Yo era muy hermosa.
Ambos somos perfectos, como lo son los modelos de cera, somos indiferentes y parece que no nos vemos el uno al otro. Como tampoco vemos a la joven, en el fondo, desnuda también ella, apoyada sobre una lápida, con el pelo suelto, llorando por el niño que acaba de perder. Era nuestro hijo.
Una detonación inesperada rompió el silencio de la escena, una oscuridad total invadió la habitación donde dormía: «se formaba una nube con el aspecto y la forma de un árbol y haciendo pensar sobre todo en un pino.» (Plinio el joven)
Jean Claude Fonder

