
Soy la niña que mira desde el espejo. Ellas vienen y van por la casa, atraviesan umbrales, calles, laberintos. Las observo desde mi escondite detrás del resplandor del vidrio, mientras cruzan por estaciones donde nadie sabe si los trenes llegan o están por partir. Ellas pasan cargadas de bolsas, de niños. Sus brazos enredados en el brazo de algún acompañante. Sin embargo, están solas. Arrastran su misterio envueltas en tules y algodones, la piel recubierta de invisibles tatuajes trazados por siglos de aporreos y caricias. Pero no pueden resistir a mi llamado. Ante mí se detienen como diosas carnales de una mitología en desuso. Las miro desde el fondo de esta especie de altar que han levantado ellas mismas. Frente a mí confían sus intimidades, se desvisten sin tapujos como ante ojos inocentes. Mujeres jóvenes, viejas, no importa la edad que tengan, ante mí se demoran a limar arrugas, retocar cabellos, a ensayar la alquimia de los afeites. Se sacuden el hastío acumulado en los años, lavan faltas y culpas, secan lágrimas. La edad no importa, cuando ellas se miran al espejo proyectan sobre mi pequeña imagen su reflejo. Y entonces resulta difícil distinguir quién se parece a quién, si ellas a mí o yo a ellas. Desde siempre nos une esta semejanza incierta. Soy la niña que mira desde el espejo, esa que todas abrigan en lo más hondo del corazón.
Adriana Langtry

