Isla grande

Subimos a la piragua, una canoa típica, y nos adentramos en las aguas densas y limosas de la ciénaga. La brisa acariciadora atenúa el calor del trópico y, a medida que nos deslizábamos hacia la isla grande, mecidos por el ritmo de los remos, se hizo un silencio de siesta, roto sólo por tal cual pez saltarín que se zambullía aquí y allá.

Desembarcar en la isla requiere destreza de parte del canoista, pues los embarcaderos cambian en base a las anegaciones periódicas, según el régimen de lluvias.

La casa está en la falda una colina, es fresca y con una vista amplia sobre la laguna dorada del atardecer. Se ve galopar una manada de caballos en la orilla, casi salvajes, con las crines al viento. Me invade una sensación de libertad y entiendo por qué el antiguo propietario de ese paraíso quiso que su corazón fuera enterrado en la cima de la colina.

Maria Victoria Santoyo Abril