
El portero de Via Silva 29 siempre sonreía amablemente y, sobre todo, era un tipo que daba una sensación de seguridad: musculoso, atlético a pesar de la edad. Me despedí después de entregarle el sobre que pasarían a recoger al día siguiente.
La primavera esparcía perfumes por la ciudad y la cita con Renata, era para comer algo juntas antes del encuentro con Leila, investigadora de Socorro jurídico. Esa ONG recogía evidencias de los abusos contra los derechos humanos, Leila iba dondequiera que la llamaran porque habían encontrado alguna fosa común donde yacían cuerpos de opositores políticos del régimen militar. Examinaba minuciosamente los restos, catalogaba, entrevistaba a los testigos, presentaba denuncias. Eran comunes las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la desaparición de líderes campesinos o estudiantiles… Mediante las escuchas ilegales, las delaciones bajo tortura y, tal cual infiltrado, los cuerpos militares de la dictadura sabían dónde encontrar a sus víctimas.
Una noche, volviendo a su casa, un auto la seguía y ella estaba sola. Abandonó el auto y corrió y corrió, tratando de encontrar refugio, pero todas las puertas estaban cerradas y ante sus gritos pidiendo ayuda, las pocas luces encendidas se apagaban. La capturaron y estuvo desaparecida dos días, sufriendo torturas y violaciones, hasta que la petición del arzobispo, Monseñor Arnulfo Romero, logró obtener su liberación.
Era crítico de la teología de la liberación, moderado, pero con un indestructible sentido de la justicia convencido de que los privilegios y la avidez de pocos comportaban la miseria de la mayoría de la población. Había que cambiar. La oligarquía convierte en sangre el odio contra las clases pobres. Campesinos, obreros, maestros, catequistas asesinados. El 12 de marzo de 1977, las balas destinadas a su amigo jesuita Rutilio Grande, asesinaron también a un anciano y a un niño que iban con él.
El arzobispo era tímido, pero durante la homilía, era contundente y por todo El Salvador las emisoras de radio transmitían su voz. La injusticia social era el tema principal. Asume la voz de los sin voz y la opción preferencial por los pobres. A todos llega su mensaje de no violencia y conversión. La conferencia episcopal no lo apoya y él está solo, desprotegido. Recibe amenazas. Consciente del peligro inminente, dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En su última homilía, el 23 de mayo de 1980 lanza un mensaje a los militares: “conviértanse, les ruego, en nombre de dios, cese la represión… si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño… ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de dios. No maten a sus hermanos”. Hay deserciones en el ejército.
A esa hora en Milán, ya no circulaba la metropolitana, pero sí los autobuses de la circunvalar. ¡Cómo podía ser tan fuerte Leila! Una guerrera, tenía muy clara su misión…
En el silencio absoluto se oían los pasos lejanos, una sombra entre los árboles de la avenida. Tengo que llegar a casa a tiempo. Mejor acelerar el paso… y allá atrás también aceleran, al mismo ritmo. Voy más rápido, y los pasos también ¿Correr? Quizás no… es peor. Voy preparando las llaves, ¿dónde están? entre tanta cosa no es fácil: papeles, botella, algo frío y metálico: el bolígrafo que me dejó de recuerdo Leila…. Por fin. Me sudan las manos. La llave larga del portón, abro y corro hacia el ascensor a la derecha de la portería. Percibo en la nuca su jadeo. Doy la vuelta y lo golpeo con el bolso. Soy una fiera. “¡FUERA!, ¡FUERA INMEDIATAMENTE!, que llamo al portero y lo revienta a golpes”. Veo sus ojos asustados, tiembla como una hoja y trata de subirse la cremallera del pantalón, mientras corre hacia la puerta. Era un pobre diablo.
Maria Victoria Santoyo Abril
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