
Lo habían planeado con cuidado meses atrás a fin de que todo saliera a la perfección y fuera una partida de caza inolvidable.
Cada uno de los cazadores llevaba sus mejores sabuesos y los de don Heliodoro eran de lo mejor. Caminaron por las montañas, estuvieron al acecho, los perros siguieron pistas, persiguieron a sus presas y al final del día, con el cielo lleno de nubarrones, los amigos se dispersaron.
A Heliodoro, las condiciones meteorológicas no le daban tiempo para volver a su casa en el pueblo y por ello decidió alojarse esa noche en la casa de campo semiabandonada. Después de una cena frugal y rendido por el cansancio y las emociones del día, mientras arreciaba la lluvia, se encerró con sus perros en espera del nuevo día.
La casa aislada ya estaba envuelta en la oscuridad, la tempestad arreció, pero de pronto los perros echaron a ladrar insistentes y entre el chapoteo del aguacero y los truenos, oyó golpes y voces en el portón, cada vez más apremiantes. ”Don Heliodoro, don Heliodorito ¡deme usted posada!.”.. A sus asombrados ojos se presentó un hombrazo que años atrás había visto, cuando aún vivía su padre, quien consideraba la hospitalidad un deber y que por lo tanto siempre acogía a los peregrinos que por allí pasaran. Las habitaciones externas estaban vacías, como el resto de la casona.
Reconoció la transparencia enloquecida de los ojos clarísimos del hombre a quien llamaban “ojos de serpiente”, también porque tenía el don de manipular reptiles y gusanos venenosos, sin que le hicieran daño y los llevaba consigo, en el cuello, en los brazos, entre los bolsillos….
Los perros dejaron de ladrar, olfatearon al hombre y, ya confiados, se echaron a dormir.
La noche pasó entre relámpagos, cada vez menos frecuentes, la lluvia amainó y la noche se llenó de susurros, chapoteos lejanos, silencios aislados.
A la mañana siguiente, la habitación del huésped estaba desierta. No había huellas de pisadas, ni charcos de agua de lluvia, ni fango. Sólo olor a yerbabuena.
Maria Victoria Santoyo Abril
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