
Dedicado a mi mejor amiga que ni se acuerda de mí
¿Dónde está el peligro?
¿En el puma que puede comerte?
¿En el hecho de perderse?
¿En el pensar como el escritor (todos lo habíamos leído): pero que hago yo aquí?
¿Dándome cuenta de que, aunque me aplicara en algo, nunca llegaré a ser Miguel Ángel?
¿En el olvido?
O finalmente ¿cuál es el peligro más grande: creerse todas las historias que te cuentan y encima aún peor no creérselas?
En Patagonia hay unas grutas que los arqueólogos descubrieron que fueron habitaciones primitivas, en particular una de ellas apodada “la cueva de las manos” y podemos considerarla “la Cappella Sistina – la Capilla Sixtina del sur de América”.
Tiene, más o menos, y por qué ser tan precisos con números tan dilatados, unos diez mil años.
Y de verdad es impresionante, muy bien conservada. Patrimonio Unesco de la Humanidad 1999.
Personalmente, yo le insistí tanto a mi pobre novio con esa gruta tan especial que al final eligió Argentina y no, como casi todos nosotros europeos, Estados Unidos como su primer viaje al continente americano.
Lo convencí de la belleza de Argentina hablando de glaciares, de cóndores, del mate, de los ríos llenos de peces transformables en pescado (su deporte preferido), los pumas, las milanesas de guanaco, el dedo del Cerro que fuma Fitz Roy, el Chaltén inconquistable y fascinante, las ballenas, el chimichurri, el aire puro, la gentileza de los habitantes, el tango, el asado de cordero además de todos los lugares comunes, pero lo que me interesaba a mí era sobre todo o, mejor dicho, casi únicamente, la gruta (aparte obviamente del dulce de leche que fue la parte más sabrosa, pero no lo conocía antes.
En realidad, las grutas son más de una, hay muchas, no sabría cuántas, en común tienen que todas se encuentran en el medio de la nada, y por otra parte ya la Patagonia entera un europeo la considera alejada de todo. Es vasta, no, mejor dicho, es enorme, con espacios inimaginables aquí en Europa.
Para nosotros, que estamos acostumbrados a vivir enlatados como sardinas en nuestro pequeño coche esperando que el semáforo cambie al verde, tanto espacio nos da casi miedo o al menos una idea de extrañeza, de incongruencia.
El sol brillaba limpio y sin demasiado calor. Todo era perfecto.
Aparcamos y descendimos del todoterreno. No había nadie, aparte de nosotros tres: mi novio, el chofer (todos nos aconsejaron ir con un conductor para no perderse en esos espacios infinitos, sin carteles, indicaciones, otros turistas, buses, tiendas de recuerdos y nada de lo que da un aire turístico a un lugar) y yo, obviamente.
De las que hay, nosotros tuvimos la posibilidad de visitar dos grutas; nuestros tatarabuelos y sus tatarabuelos vivían allá. Y pintaron esto. Esta maravilla.
Me imagino su vida cotidiana:
cazar unos guanacos
hacer fuego
no dejarse comer por el puma (eso lo veo más como una prioridad)
más o menos lo mismo que:
hacer las compras en el supermercado
ir al trabajo
encontrar un aparcamiento
Es lo nuestro actualizado, trasladado desde hace miles y miles de años a nuestros días.
“Pagué”, como recompensa por la visita a las grutas, con la solemne promesa a mi novio de que lo habría acompañado a ir de pesca con el guía los días siguientes.
Entramos.
Después de dos minutos adentro de la gruta, ambos aburridos (mi novio porque quería encontrar y seguir huellas de unos pumas en el suelo afuera de la gruta y el guía por haberlas visto ya más de cien veces acompañando a los turistas precedentes), los dos se fueron a pasear afuera de la gruta, bajo un sol insistente pero agradable.
Estaba intentando sacar todas las fotografías posibles disfrutando al máximo de la luz que entraba desde afuera, ya que el interior estaba completamente a oscuras, sabiendo que dentro de poco, según yo, y dentro de unas horas interminables, según ellos dos, me habrían pedido regresar al hotel, ya pregustando una ducha, la cena y la aventura de la pesca en el río más lindo del mundo programada para el día siguiente, que seguramente le interesaba más que un hueco a oscuras en el medio de la nada a los pies de una montaña sin nombre.
Por lo que podía ver esa gruta estaba pintada por completo; había animales, seres humanos, escenas de caza, de familia o de comunidad, manos pequeñas, más grandes, colores diferentes, escenas de la vida cotidiana y otras que no comprendía.
Me emocionaban las pinturas, e incluso siendo una persona inteligente y racional estaba deseando hablar con uno de ellos; sí, de verdad, me habría gustado muchísimo poder confrontarme con uno de ellos. ¿Qué le habría preguntado en primer lugar?
Seguro le habría preguntado si pintaban celebrando a Dios, a la vida, a la naturaleza, para festejar un éxito de caza del grupo, lo que había estudiado con la profesora Carla Crosta, lo que estaba escrito en el Hauser.
O si acaso para ellos quizás las pinturas eran casi una forma de tapizado ornamental para la gruta y nada más, en los días de lluvia o en los raros afortunados momentos de aburrimiento cuando el puma no tenía hambre y no los buscaba.
¡Deseo hablar con uno de vosotros! Pero por qué el tiempo corre en un único sentido? ¡yo debo hablaros! tengo muchas preguntas, ¿porqué pintasteis eso?
Lo reconocí por las espaldas, era un poco jorobado.
Se dio vuelta, era idéntico a su retrato pintado por Van Dyck, que vi en la exposición en Florencia en el 2008.
Michelangelo, el enorme Miguel Ángel, más bajito que yo.
—… pero ¿Qué haces aquí? —le pregunté dándome cuenta de comportarme de la misma manera que cuando encuentro una amiga en el mercado.
—Yo aprendí a pintar aquí, de niño me enseñaron a preparar los colores, mira el negro, por ejemplo, es carbón vegetal, se prepara con…
Lo interrumpí.
—No, escucha, no quiero hablar contigo de CÓMO se prepara el color, sino de…
Me di cuenta de que empezaba a subir la voz
—¿Por qué? ¿Tú cómo lo preparas el negro? — preguntó él mirándome con mucha calma.
—Yo compro los acrílicos en las tiendas de bellas artes y … no, te ruego, por favor, no quiero hablar de eso … escucha … escucha, tú, … tú que has visto a Dios, … porque tú, sí que lo has visto ¿verdad? … no aquí, en Roma …
Mi cuerpo inútil tenía un temblor innatural.
—No, en Roma el problema era que el Papa no quería pagarme del todo … no me acuerdo … ¿cómo se llamaba el Papa?
—¿Cómo que no te acuerdas? Julius II se llamaba, Julio segundo, he leído todas tus cartas … lo de la casa que te compraste al final en Florencia, pero no…
—Pues sí, sí Julio, el papa, pero no es importante.
Casi me enfadé:
—¿Cómo que no es importante? Fue uno de los hombres más importantes del renacimiento. Hemos estudiado todos los acontecimientos de aquel periodo. ¡Todo sobre ti, también!
—¿Estudiáis estos hechos en la escuela?
Casi gritando lo agredí:
—¿Cómo carajo has aprendido tú a pintar aquí?
Él seráfico:
—Nosotros los artistas nacemos, morimos y vivimos; todos tenemos una consciencia colectiva. ¿A ti no te parece ya haber estado aquí antes? a mí me gusta vivir aquí ahora…
—No no, seas lógico, intenta razonar, ¡esto es imposible!
Yo vivo en Abbiategrasso, estamos en 2015, estoy aquí con mi novio de vacaciones, nunca hasta ahora hemos estado en Argentina y tu no, no y no. Tú no es posible que vivas aquí ahora… ¡es simplemente imposible!
Desapareció.
Regresamos al hotel.
Nunca hablé con nadie de eso.
Por la noche comimos empanadas, cordero asado y flan de dulce de leche, muy rico de verdad.
Graziella Boffini
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