
La casa de la abuela era el mundo. Un universo que se extendía profundo desde el zaguán azulejado hasta la cocina trasera, en una sucesión telescópica de salones y cuartos comunicantes que el dormitorio clausurado interrumpía, partiendo la casa en dos. Dicha habitación se encontraba entre la pieza de las tías y la que una vez había sido de mi madre. Y a diferencia de estas que se asomaban luminosas a los patios, el cuarto clausurado daba a un pasillo corto y techado que separaba el patio principal, rebosante de helechos, del segundo usado como tendedero. El cuarto clausurado tenía además una puerta vidriada cubierta por cortinas opacas que no dejaban entrar la luz ni escapar la mínima sombra. Siempre cerrada con llave, se erguía alta y rectangular como un patíbulo, justo enfrente a esa gruta húmeda y fría que era el baño.
En su complejidad, el pasadizo cubierto era lo que en nuestra infancia llamábamos el agujero negro. ¿Quién fue el primero en ponerle ese nombre? No recuerdo. Lo cierto es que en nuestros juegos, esa especie de embudo que dividía el planisferio doméstico, se convirtió de pronto en una frontera inquietante, zona estrecha y oscura, que había que sortear de prisa para alcanzar sanos y salvos una de las dos orillas de la casa, donde habitualmente encontrábamos cobijo. Corríamos a todo trapo, empujándonos, tropezando el uno con el otro, emitiendo chillidos de aves salvajes. Jadeantes, éramos un tropel de blusas y pantalones cortos que atropellaba el pasillo, una estampida de risas con muecas de llanto, de brazos, piernas, bocas excitadas por el olor punzante del peligro, y la piel erizada a causa del sudor frío que nos volvía víctima resbalosas de las imaginarias garras de un agujero negro sigiloso y voraz.
-A que no tienes coraje…- decía desafiante uno de la pandilla. Entonces, pisando firme la franja de baldosas rojas que rodeaba el patio, respirábamos hondo hasta que los pulmones de tan henchidos dolían y apretando los ojos, surcábamos como despavoridos gorriones aquel túnel techado, intentado burlar los mordiscos glaciales que por la puerta del baño trataban de devorarnos, y el acoso incesante de la órbita ciega que detrás de las cortinas opacas nos rechazaba y atraía como un imán.
Y así, en nuestros juegos de niños, el universo de la casa de la abuela se redujo a ese único centro: el pasadizo del cuarto clausurado. ¿Qué escondía en su interior aquella pieza? Nunca lo supe. Tal vez, como decían esquivos los mayores, cachivaches. Solo mi primo, ya pasados los años, siguió hablando de ruidos misteriosos, chasquidos de botellas rotas, de sollozos y de un lejano pariente que allí se había ahorcado y del que nadie nunca quiso hablar. Un mundo recluido en aquel agujero negro de la infancia. Algo que en ciertas noches, aún hoy no me deja dormir.
Adriana Langtry
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