Con los pies en el suelo

Cuando el coche se interna en el sendero, David sale a recibirlos. 

—Fíjate en lo mayor que está David—dice Juan por lo bajo. Parece un viejo. 

Julia, que no conoce a David, replica amablemente: 

—Bueno, es normal que lo encuentres cambiado. Hace dos años que no os veis. 

Juan piensa que David lo ha hecho a propósito. No se trata sólo de haberse resignado al deterioro natural, no, no, es mucho más. Dejó de sentir aquella punzada de euforia que le llevaba siempre a superar un nuevo reto. 

Juan aparca el coche y va directo a David para darle un abrazo. Después se gira rápidamente. 

—Julia, David—dice haciendo las presentaciones. 

—¿Qué tal el viaje? —pregunta David con una sonrisa. 

De cerca David tiene mejor aspecto. Camina encorvado, pero mantiene todavía su complexión atlética. 

Recorren el sendero que lleva hasta la casa en fila india. Atraviesan el porche trasero y la cocina y llegan a la sala de estar. 

Al lado de la ventana hay una pequeña mesa con un ordenador portátil rodeado de un montón de libros y papeles. 

—Estoy escribiendo un artículo para la revista Desnivel—necesito un poco de dinero. 

David es miembro de la federación internacional de alpinismo y del club de montaña. Suele dar charlas a menudo a los jóvenes que quieren practicar este deporte. 

A la hora de la cena la conversación fluye en torno a un artículo sobre el nepalí que ha conseguido alcanzar la cima del K2 invernal sin utilizar oxígeno artificial. Julia sigue atentamente la conversación en silencio. No está muy interesada en el alpinismo, aunque admira a las personas que lo practican. Conoció a Juan en un acto benéfico hace apenas un año. A pesar de la diferencia de edad, la atracción fue inmediata. 

—Brutal hazaña. Lo tenía todo en contra. Él y su equipo se pasaron dos meses en sus tiendas de campaña a la altura del campamento dos, esperando a que suavizasen los vendavales. Ha sido uno de los ascensos más duros de la historia—dice David. 

Juan revive la sensación de estar en la cima del mundo, donde un cuerpo es una mota de polvo, un átomo en el universo. Ambos conocen bien las cascadas de hielo que rodean las pendientes prácticamente verticales del K2, por donde caen trozos del tamaño de un automóvil. 

David come con buen apetito. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está en la pared. Una foto de tres jóvenes escalando una montaña que se alza reluciente desde una base de glaciares. Luego mira a Juan, quien también observa la foto, y éste desvía la vista. Se limpia la boca con la servilleta y sigue comiendo. 

—Qué, ¿me encuentras cambiado?  – pregunta. 

Juan no sabe cómo responder. No quiere herir los sentimientos de su anfitrión. Posa sus ojos en el rostro de David surcado por un laberinto de arrugas. Tiene cuarenta y nueve años, una edad que aún lo posiciona en la plenitud para ser un gran escalador, pero ya no entrena.

—¿No te atreves a decir nada? ¿Por qué me miras así? —insiste David—. ¿Por qué? —repite, y deja el tenedor sobre la mesa. 

—Podríamos sentarnos en el porche después de la cena—comentó Julia—. La noche está estrellada y eso es algo que no podemos contemplar en la ciudad. 

Empieza a oscurecer. Desde la ventana de la sala de estar la única luz que se ve a lo lejos es la de una luna menguante. 

—¿Cómo se supone que te estoy mirando? —replica Juan, y menea la cabeza. 

Julia deja de comer y los observa. 

—¿Qué sucede? —pregunta. 

David sigue comiendo. Luego tira la servilleta sobre el plato. 

—Maldita sea. ¿Por qué no podemos olvidarlo? ¡Dime lo que hice mal, te escucho! Estábamos a ocho mil metros de altura. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes? 

 —Ya sabes lo que pienso de aquello, David. No debimos habernos arriesgado tanto. Debimos solicitar ayuda por radio. 

David continúa hablando ajeno a las palabras de Juan. 

—¿Qué pretendes insinuar? Hemos arriesgado nuestras vidas demasiadas veces, el afán de superación ha sido siempre más fuerte que el miedo. La montaña te envuelve en sus fauces, cada escalada es como sortear a la muerte. Estamos vivos, ¿Qué más quieres?

Julia arquea las cejas y apura un trago de vino.  

—Mejor deja esa palabrería para tus artículos. Tenía tres hijos y una mujer que le amaba, no merecía acabar así. 

 —No me vengas con rollos moralistas. ¿Crees que hubieras actuado de otra manera? ¿Y qué hubieras hecho tú? David miró a Juan y luego añadió, como una última reflexión—. Eres un estúpido. 

Juan repasa mentalmente las últimas horas de aquel ascenso. La pared por la que escalaban empezó a ser azotada por fuertes vientos y continuas avalanchas que les golpearon en varias ocasiones. Óscar y David avanzaban más deprisa. Ayudado por una cuerda y un piolet, todo el material que le quedaba, Juan logró ascender por una arista y cavar un agujero en la nieve, donde decidió esperar a que amainara el tiempo. Pensaba que sus compañeros harían lo mismo. Intentar el descenso en esas condiciones meteorológicas sería un suicidio. Habría que avisar por radio al equipo de rescate. Luego sólo vio la sombra de algo que se precipitaba al vacío.

—Y tú eres un desgraciado hijo de perra —le espetó Juan—. Nada más que un viejo y amargado hijo de perra. 

Los ojos de David se llenan de lágrimas. Acierta a decir algunas frases en voz baja. 

—Me pidió que lo asegurara. Unos segundos después, cuando acababa de colocar un seguro, a Óscar se le fue la nieve bajo los pies y cayó todo lo que permitía el largo de cuerda arrastrándome con él. El seguro se quedó en la roca justo antes de que pudiera pasar la cuerda por el mosquetón. En ese momento vi claro que caeríamos los dos por la ladera de la montaña sin poder hacer nada por evitarlo. Tuve que cortar la maldita cuerda. Tuve que hacerlo. 

Julia alza la vista bruscamente sin comprender y posa la mirada en la foto. Ahí estaban los tres, ante la legendaria montaña. Después clava sus ojos en los de Juan. 

—¿Que hizo qué? Juan, dime que no estás hablando en serio. ¿De qué está hablando? ¡Su arnés se rompió! ¡Eso me contaste!

David se pone en pie y se acerca a la ventana. Tiene los ojos enrojecidos. Relata ese instante en el que todo se detuvo. La cuerda se clavó en una pequeña arista de nieve y él y Óscar se quedaron cada uno colgando a un lado de ella como en un péndulo. Llamó a gritos a Óscar, pero no respondía. Se había golpeado contra la roca. La cuerda que los sujetaba no iba a resistir mucho tiempo.

—Estaba ya muerto —recuerda David—Y lo siento como el que más. Pero estaba muerto. Las muertes en la montaña son como fichas de dominó: una sigue a la otra a menos que pongas remedio. Ya no podía hacer nada por su vida. 

Un escalofrío recorre la espalda de Juan.  Las manos le tiemblan. Cierra los ojos y revive el estímulo del hielo, de la roca, la necesidad incontrolable de flotar, de sentir el viento y el silencio, de descender a los instintos más primarios. Se imagina a su amigo suspendido en el aire, malherido, respirando todavía antes de precipitarse al vacío.  Su rostro se contrae en una mueca de horror. La inercia imprime velocidad a su brazo y arroja su plato al suelo. 

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que estaba muerto? —dice Juan. —Nunca lo sabremos. ¿Lo entiendes, David? ¡nunca!

Afuera la oscuridad es completa. Juan aparta la silla de la mesa. Saca los cigarrillos, sale a la parte de atrás con una copa de vino en la mano y se sienta en una silla del jardín. Julia deja su servilleta en la mesa y se levanta murmurando una disculpa para ir a hacerle compañía. 


Inma Perez Rocha