
La vida no siempre discurre por los caminos que hubiéramos deseado, sino por el que nos van empujando las circunstancias o incluso, con caprichosa frecuencia, el mismo azar. Hay veces, en las que apaciblemente nos lleva de su mano; otras, a rastras. Y mientras tanto, a nosotros, simples juguetes del destino, no nos queda otro remedio que continuar hacia adelante. Siempre intentando sobreponernos a los varapalos de la vida con el mejor talante o al menos, y si fuera posible, con media sonrisa.
Recuerdo a Mary ensimismada en su mundo. Recostados ambos en el sofá. Hombro contra hombro. Su mano entrelazada a la mía, mientras desde el viejo Panasonic la voz rota de Winnie Winehouse nos aleccionaba con su «Our day will come«, todo un canto a la esperanza. Y es que cada uno se agarra a lo que puede o a lo que quiere creer. Unos, a los dioses; otros, a la pura magia o a las realidades paralelas.
Yo, por mi parte y por entonces, devoraba con la vehemencia de un neófito las filosofías cuánticas de los multiversos y hacía verdaderas filigranas mentales para convencerme de que cualquier cosa, Pleasantville, ese mundo perfecto donde todo es felicidad, era posible.
Intentaba no pensar. No me importaba tener que aferrarme a un clavo ardiendo para defender mis sueños. Y esto porque creía y aún creo que siempre es lícito esperar incluso a costa de falsas esperanzas. Y aunque hoy, Mary finalmente descansa en paz, aquella canción, su canción, nuestra canción, sigue resonando en mis oídos. Pero ahora ya no la escucho como la invitación a la esperanza de otrora, sino como un himno dedicado a toda clase de ilusos. Muy especialmente a todos aquellos que intentamos darnos ánimos a fin de poder afrontar lo que venga con lo que quiera que sea que tengamos más a mano. Como lo pudiera ser una canción. Una canción hecha casi a la medida para todos los que hemos aprendido a reír entre lágrimas. A creer en la fantasía de un arco iris.
Seré un iluso desde luego, pero de alguna manera hay que vivir y está bien que sea así.

