El libro escondido

No me va avergüenza decirlo. En realidad, me apena. Y es que nunca he leído un libro. Quizá al que lea estás letras le escandalice, pero nací en una cultura absurda donde leer se considera un grave pecado. Tengo casi veinticinco años y hoy, por primera vez en mi vida, sostengo uno en mis manos. Estoy escondido en el granero. Si me descubren el castigo puede ser horrible. Por un lado, siento temor ante lo que pueda descubrir, por otro una curiosidad insaciable fruto de la represión a la que siempre he estado sometido.  No me lo dio nadie. En realidad, lo encontré cerca del bosque, dentro del tronco hueco de un viejo árbol caído. Quizá abandonado por alguien, quizá olvidado. Como un tesoro lo sostengo sobre mi regazo.  Acaricio la portada sin atreverme todavía a abrirlo alargando así un poco más el misterio. Dicen que la simple posesión de uno te puede llevar a volver loco y si además lo leyeras, incluso a perder la vista. Mi respiración comienza a volverse agitada y un creciente temblor en mis manos casi provoca que se me caiga al suelo. Elevo ansioso la vista y aguzo todo lo que puedo el oído. Toda precaución es poca ¡Quién sabe qué terrible destino aconteció a su anterior propietario! Venciendo todos mis temores intento leer la portada. Unos dibujos extraños se extienden a lo largo de la cubierta del mismo al igual que en todas las páginas que una a una voy ojeando. Me siento abatido y frustrado. No entiendo nada de lo que allí se dice.  Con resignación y rabia me lo meto debajo de la camisa y lo vuelvo a dejar donde estaba: bien escondido. De todas formas, no me rindo ¡Quién sabe! Quizá algún día, si alguien me enseñara a leer, pueda volver a intentarlo. No voy a negar que he pasado mucho miedo, pero al menos por esta vez nadie se ha enterado y, además, no he perdido la vista.

Sergio Ruiz Afonso