Sin rezo, sigue el exilio

 

En los momentos que se siente solo, pide al cielo milagros. Teniéndolo todo, nunca creyó que tendría que depender de alguien invisible, ni mucho menos aprender a rezar.

— Pienso en Juana, su tata. Había probado a enseñarle el Ave Maria y el Padre Nuestro, sin ningún resultado. Él prefirió no aprender nada, supo que su abuelo desconocido, fue sacerdote. 

Nunca tuvo obligaciones religiosas; por eso surgió, se lo dice él mismo. Cada vez que realizo compras de inmuebles, no reparo en culpas. Las personas lo odiaban y le regalaban un puesto en el infierno. 

— Sí claro, me pudriré allí. Con mucho gusto, respondía sarcásticamente ante los insultos y agravios. 

A los 21 años, realizo su primer gran negocio; expropió la casa a Juana. A los 22, con argumentos falaces logro derrumbar la iglesia del pueblo:

El sacerdote del pueblo dono el terreno para la Iglesia. 

— ¡Era mi abuelo, carajoo! por ende se trasladan de esta propiedad. ¡¡Inmediatamente!!

— /Es nuestro tierra/ Nuestra tierra, Señor/…

 Ahora a sus 62 años, acostándose en la hierba con dificultad, no logra cerrar los ojos. Derrama lagrimas; no importa la imponente finca que está detrás de él, es suya. Si cerrase los ojos, los cerrase…

— ¡¡Dios mío!! !no más suplicas, no más! Sin embargo, los escucha. También observa a Juana. 

—  ¡Tata, tatita! Déjame regresar.

— Sentir el olor a petricor entre mis huesos al morir, Tatita.

— Es nuestra tierra… nuestra tierra. Rézale mijo, dijo ella… apréndale mi niño.

Luis Martin Ghiggo