
—¡Despierta! ¡Juan, despierta!—
La luna es la única linterna. —¡Tú por la izquierda!— Agarro la escopeta y en dirección contraria a la de mi padre corro entre las espigas.
La respiración, el sudor y el polvo que se torna barro. La oscuridad, el suelo y las hojas que me arañan las manos.
Hago retumbar un escopetazo en el aire, el perro ladra. Corro en dirección al plomazo. Un chico en el suelo con el pellejo propio y el postizo abiertos, gime, traga y gime.
Me arrodillo. Tiembla. Bulle como si su alma efervescente se desvaneciera. No escucho el ruido en mi espalda. Un golpe seco en la sesera.
—Niño, se lo merecía, se lo merecía, está en nuestra tierra.—
Me mira y se apaga, se apaga todo. En el cielo brilla la tierra pálida, la que no es nuestra. Siento la fría muerte llegar cortando el trigo, un tiro.
Mi padre cayó a tierra.
Una sombra recogió a su hijo.
Está la luna muerta y sonriente. Se escapan escolopendras de mis ojos, cae del cielo una tela negra.
El sol encontrará un cuerpo sin llanto, con el alma fuera. Miro la luna quieta, la miro para siempre. Queda en su esfera un halo blanco, de un niño que se pierde.
Higinio Rodríguez

