
El bus hierve repleto de gente, canastos, animales. Una canción arrabalera con voz chillona en la radio a todo volumen inunda el ambiente. Los pasajeros gritan al mismo tiempo.
Tan pronto él se sube, vestido no de militar sino de paisano, observa el interior del bus y al instante quiere volverse, bajarse del infernal ambiente. Otros atrás se lo impiden.
— Permiso… Permiso… —Solicita decentemente.
— ¿Cuál es el afán?… —Le grita uno.
— ¡No empuje! —Le grita otro.
Lo empujan, manosean, jalan, le rompen la camisa, oye hijueputazos, quejidos, insultos… carcajadas. Obligado también empuja para salir cuanto antes…
— ¿A este pendejo qué le pasa? … ¡Oiga no me toque! ¡Que se ha creído! —Grita una mujer a un hombre que está pegado de ella.
— ¿Qué, no puedo? —Le responde y la aprieta. Ella le golpea la cabeza con su cartera.
— ¡Puta! —El hombre le grita y adolorido la suelta.
— ¡Que lo bajen! ¡Que lo bajen! —Gritan distintas voces defensoras de la mujer y entre los pasajeros se esconde …
Le chorrea el sudor por todas partes, el calor se hace insoportable y siente que se asfixia. Nunca había montado en un bus. Comienza a comprenderlo todo …
— ¡No empuje carajo! —Otro también grita, pero estaba robándole…
— ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Cójanlo que me ha robado!! —Como un alarido retumba su grito.
— ¡Oiga, pare el bus. Hay un ladrón adentro!!! —Gritan al chofer que se hace el sordo. Los gritos de pare se agigantan… De repente frena su loca carrera… Los de a pie caen estrepitosamente al piso armándose un amasijo de cuerpos. Por encima, alcanza la salida y baja.
«Me rindo. Ya sé que es un racimo humano”»… Se dice.
Desde entonces, allá no hay más monopolios de empresas ni racimos humanos en buses urbanos.
Olmo Guillermo Liévano

