
Un día de invierno mientras me trasladaba en el tranvía rumbo al trabajo me vino la nostalgia, el recuerdo que me acongojaba y no quería escapar de esa paradoja que está muy dentro de mí, como lección de vida.
Primer día de clases para mi bebe, yo un poco exaltado por saber cómo reaccionaría mi dulce niña en la escuela. Curiosamente mi vecina también llevaba a su niño por primera vez, aunque él era un año mayor.
En el camino, deshojando un poco los nervios íbamos conversando y ella (mamá del niño) me decía irónicamente: hoy tu hija no se queda, veras que va a llorar y luego se reía a carcajadas; durante el trayecto a la escuela me repetía constantemente, yo simplemente me mordía las muelas con tal de no ser grosero.
¡Aleluya! Llegamos a la escuela, parecía una primavera encantada, un recital de nunca acabar; después del cántico de las golondrinas es lo más hermoso que he escuchado, niños gritando, corriendo de aquí para allá.
Nos presentaron el aula, la maestra, todo bien hasta ahí; con un poco de temor me despedí de mi hija al igual que ella hacía lo propio con su hijo, cuando salíamos del aula mis lágrimas no resistían más, mi niña me miraba con su angelical sonrisa y justo cuando quería configurar ese inolvidable momento… exploto la bomba, con un grito que resonó más allá de las paredes de la escuela el hijo de mi amiga comenzó a llorar desesperadamente rogándole a su mamá que no le vaya a dejar, fue tanto el laberinto que formó que a la profesora no le quedó más remedio que dejarlo andar.
Creo que la moraleja se sobreentiende, gracias por escuchar una parte de mi historia familiar

