
Mauricio Zafra viajaba en el tranvía hasta Madrid. Iba con el maletín encima del regazo, bien cerrado. Dentro, rígidos, los folios ordenados con imperdibles y grapas. Su cuerpo recto, erguido, preparado para saltar a cada traqueteo del gigante rodante, dentro de un traje gris que sujetaba el todo.
El primer paso fue el sí del alcalde, el primer sí en la vida de Mauricio. El pequeño de los Zafra, una familia venida a menos de Melaza, un pueblo venido a nada donde con 4 hermanos mayores ninguno tenía un sí en la boca para él, un don nadie. Cuando murió el padre, se abrió su camino en la empresa de un tío afincado en el norte, un esclavismo velado por la protección que se le ofrecía. Los planos, diseños, documentos y permisos se convirtieron en su hábitat, su piel se tornó del mismo blanco sucio de los folios, y su físico ya maltratado, era puro papel ennegrecido.
Cuando volvió a Melaza, todo seguía igual: un pueblo blanco, sin industria, sin movimiento, sin máquinas… todo por escribir. Para los ojos pueblerinos el joven Mauricio era un misterioso partido que prometía. Lina le apuntaba con dos faros verdes en una puesta de Sol. Mauricio había diseñado todo el trabajo con el objetivo de ver las estrellas entre esos faros, los había presentado con el cuerpo temblando, con un fuego de grandeza esperanzada.
Plantearlo ya era un triunfo, el sí del alcalde lo había entronado. Era alguien finalmente, alguien que se podía amar. Antes de partir fue frente a una casa, esperó por unos ojos y le dijo a un oído. —Voy a Madrid, te traigo el tranvía.— Los faros brillaron como nunca, brillaron de un amor correspondido y brillaron tanto o más cuando supieron que el gigante crujió rompiendo los papeles en pedazos de Mauricio. Brillaron tanto que quedaron fundidos con un suspiro.
—Me traías el tranvía y te llevó él por el camino.
Higinio Rodríguez

