El comandante

La limusina se detuvo frente al hotel Giulo Cesare a lo largo del río Tíber. El comandante Mario Doria salió lentamente, se enderezó y se estiró mirando a su alrededor. Se reajustó su uniforme azul oscuro, pasó la mano por su cabello ligeramente canoso y se cubrió de su kepí, estaba impecable como siempre. El conductor entregó su equipaje al portero del hotel. Él preguntó en la recepción:

—¿Ha llegado la señora?

—Le espera en el bar, señor.

La decoración recordaba a la antigua Roma, como la podía imaginar Hollywood o mejor aún la Cine Città de Fellini. El salón donde se servía el aperitivo estaba al final de un pasillo pavimentado de mármol, un perfume exótico y ligeramente picante lo acogió. La luz era propicia para crear el ambiente acogedor que conocía bien. Una música sin nombre cubría las conversaciones susurradas. Su mirada hizo rápidamente el inventario de los diferentes grupos sentados convenientemente en los sofás alrededor de las mesitas bajas. Inmediatamente identificó a una mujer vestida de negro que llevaba un traje cuya falda se abría en cartera y era bastante corta. Le pareció que llevaba medias retenidas por un liguero y notó que llevaba como blusa una sola fila de perlas.

— Buenas noches, querida, entonó el comandante, y le besó la mano en un gesto que le era manifiestamente familiar.

Ella lo invitó a sentarse y le hizo una señal al camarero para que se acercara.

— ¿Qué estás tomando? —preguntó.

— Un Martini —respondió, observando que ella consumía uno también.

— ¿Cómo estás, Mario? ¿Tu vuelo ha ido bien?

—¿Cómo puedo llamarte? — preguntó en voz baja

— Soy la condesa Florencia Contini, puedes llamarme Florencia —respondió con el mismo tono.

— Perfectamente, mi querida Florencia, — dijo entonces, aunque moderando su voz de barítono. — ¿La espera no ha sido demasiado larga?

— Absolutamente no, es un lugar encantador y con buena gente.

Era una mujer muy hermosa, de tipo mediterráneo, ojos negros, pelo negro recortado medio corto que debía tener unos cincuenta años, se podían observar pequeñas arrugas que no trataba de ocultar. Eso la hacía más accesible. No era altiva como las jóvenes que se saben perfectas y no tienen la necesidad de seducir. Quería ser deseable, lo demostraba su elegante y sensual atuendo.

En cuanto a él, era hermoso. La mirada y la compañía de las mujeres se lo recordaba a cada instante. Una belleza latina a la que la madurez, el uniforme, el prestigio de su profesión añadía algo que, para cada una, era un detalle indispensable que lo hacía único. También era buen conversador y podía abordar cualquier tema, la literatura, las exposiciones, el teatro, los conciertos, la historia y la ciencia, todo, incluso la moda le interesaba. Un hombre perfecto, que no molestaba a las damas con la petición usual: «¿De qué equipo es usted?».

Entablaron entonces una larga discusión que no se detuvo ni un instante, ni siquiera durante la cena que hicieron servir en una mesa en un rincón un poco más reservado del mismo local.

Le contó su vida mundana de condesa solitaria, viuda desde hacía algunos años, que participaba regularmente en visitas, inauguraciones, recepciones e incluso estrenos en la ópera. Además, estudiaba español, un idioma que ya manejaba fácilmente, lo que le permitía participar en presentaciones de libros, clubes de lectura, talleres de escritura y un gran número de iniciativas todas ellas interesantes.

Él, como piloto de larga distancia, daba la vuelta al mundo y las vacaciones entre vuelos eran más numerosas, lo que le permitía un programa de actividades bastante rico en acontecimientos excepcionales, un poco los mismos que los de su compañera, pero repartidos por todo el mundo. Ella estaba fascinada, sobre cualquier tema que ella abordara, él era competente. Hablaba español con fluidez y le parecía que lo había leído todo, también él escribía y era experto en política, historia e incluso filosofía. Se apasionaron por «El Infinito en un Junco» de Irene Vallejo que ambos habían leído. …

La tarde y la noche se prolongaban, un poco demasiado para el gusto de la condesa, que cruzaba y descruzaba cada vez más a menudo las piernas, descubriendo por inadvertencia una liga o la curva de un seno. 

El comandante propuso entonces continuar la conversación en su habitación. La condesa no se hizo rogar. 

Entraron, y sus maletas estaban esperándoles. 

No se tomaron el tiempo para apreciar la hermosa y muy clásica habitación. 

Se besaron sin esperar un instante, le quitó la chaqueta, la miró brevemente y la tomó en sus brazos. Ella abrió sus muslos, su falda descubrió el liguero y las medias, no tenía bragas, lo rodeó con sus piernas para aferrarse a él y se tambalearon juntos hasta la cama.

Cuando se despertó, ella ya no estaba allí. Un pequeño sobre rosado y perfumado le esperaba en la mesita de noche. Lo abrió, encontró un billete de 100 euros con las marcas rojas de dos labios entreabiertas.

…continuará https://wp.me/pcDIqM-tI

Jean Claude Fonder